8 de noviembre de 2019
Ante la insólita declaración de Cristiana Chamorro, que La Prensa utiliza en su página editorial para respaldar su postura de que Daniel Ortega, autor de crímenes de lesa humanidad, tiene tanto derecho a ser candidato como cualquier nicaragüense, mostré la foto del niño Álvaro Conrado y pregunté si su asesino–Ortega–tiene «tanto derecho a ser candidato como cualquier nicaragüense».
No sé si motivado por propia convicción o porque a lo mejor –como escribiera un economista alemán– la ideología de la sociedad es la ideología de la clase dominante, un lector ha respondido en tono de resignación jocosa que estaría «encantado» de no tener a Ortega de candidato en las «próximas elecciones» pero que me «devuelve la pelota», con evidente incredulidad, para que le explique cómo se logra eso; me la devuelve con una descarga final de condescendencia y sarcasmo: “Hermano, tú que tienes la luz dame la mía”.
El comentario de este lector no es, por supuesto, muy original; más bien representa–lo digo por la frecuencia de uso de su «argumento» entre los defensores de la Alianza Cívica– una visión del mundo y de la ética humana bastante común en sus círculos: que Ortega no fuera candidato los dejaría «encantados» (y de entrada rechazan cualquier esfuerzo para que no lo sea).
Independientemente de sus méritos prácticos, muy dudosos por cierto (la lógica y la experiencia así lo sugieren) esta postura es profundamente inmoral. Porque «encantado» pone a la ética en la categoría de consumo suntuario, de un lujo; como si un día alguien nos regalara una experiencia que nosotros jamás podríamos costearnos. Quedaríamos «encantados», porque nunca hubiéramos podido, aunque quisiéramos, darnos el lujo de un crucero por las islas griegas, ¡y en primera clase!.
Así de inalcanzable ven la conducta moral en la política quienes están imbuidos de la ideología de las élites nicas. A ese nivel de inmoralidad lleva la tradición cochina que inspira el «tanto derecho tiene Ortega como cualquier nicaragüense».
Es una tradición cínica, porque resta valor, más bien ridiculiza, cualquier posición de principios. «Yo estaría encantado» quiere decir «si el mundo fuera ideal»; pero el mundo no es «ideal»; por tanto quienes actúan como si lo fuera no son realistas, no son «prácticos», son dignos de burla, mientras que los que «entienden» cómo es el mundo, y actúan con «realismo», no solo son astutos, sino que están justificados moralmente cuando pasan por alto principios que para ellos no valen nada porque, aunque «estaríamos encantados» de que valieran, ese «ideal» no se corresponde con la realidad.
De esta forma queda invalidada cualquier actuación ética, si va en contra de la corriente o de las circunstancias del momento.
Todo esto se trata, simplemente, de justificar el oportunismo a través del cinismo. Es también renunciar a cualquier aspiración a transformar las circunstancias, a crear cualquier cambio en dirección al norte moral. No en balde la idea es tan popular entre las élites moralmente putrefactas de Nicaragua, las que «devuelven la pelota» jocosamente cuando alguien propone actuar de acuerdo a principios que para ellos valen tan poco como nada. Se la «devuelven» a quienes ridiculizan como «iluminados», como si necesariamente se tratara, o de impostores, o de fanáticos enajenados que alucinan con la verdad. Las élites no pueden siquiera conceder que quienes proponen una postura ética actúen de buena fe, mucho menos con inteligencia, porque sería reconocer que ellos se quedan cortos en ambos terrenos.
En las presentes circunstancias de Nicaragua este rechazo a la guía de la ética es trágico, porque hunde al país más y más en la corrupción y en la continuidad autoritaria. Sirve para presentar como inevitable la convivencia con Ortega que han escogido las mayores fortunas del país; su concubinato con la dictadura se ha vuelto algo incómodo, es cierto, pero tras pensarlo, lo ven ahora como un riesgo más manejable que el de una revolución democrática que los expondría a pérdidas de privilegios y al ojo amenazante de la justicia.
En cambio, para la ciudadanía que busca la democracia, para la gente de buena voluntad que no tiene en el altar al dios de su conveniencia a cualquier costo, no hay nada más repugnante que el oportunismo que se esconde detrás del falso «pragmatismo» de las élites. Porque aunque el tirano pueda imponerse como candidato– quiere imponerse también como tirano hasta que la muerte lo retire del trono– no hay nada que nos obligue a legitimar su voluntad. Ortega y Murillo han cometido crímenes monstruosos, han perpetrado una masacre ante nuestros ojos y los ojos del mundo, y nadie está obligado a aceptar a un criminal como presidente.
Si los que se dicen «opositores» al régimen tienen algún principio que no sea el principio de la oportunidad, si creen en algo diferente a «mantenerse en el juego», si quieren construir un país libre de las maldiciones que nos han perseguido hasta la fecha, deben –¡y pueden!– empezar por sentar un precedente básico, por establecer como primera norma de la convivencia social que el genocidio no paga, que asesinar a mansalva a ciudadanos que tratan de ejercer sus derechos es inaceptable, que el asesino de mi hermano no equivale a mi hermano, que no es cierto, Cristiana Chamorro, que Daniel Ortega tenga tanto derecho como cualquier nicaragüense a ser presidente de la república.
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