Chile y Nicaragua


Para quienes, todavía, después de ver lo visto, insisten en que «Pinochet se fue por la vía electoral», e insisten que hay que seguir «presionando para lograr reformas y elecciones»:

La «solución» chilena no aplica a Nicaragua. Querámoslo o no, ese tipo de «empate«, en el que Ortega y su FSLN dejan de ser tiranía y pasan a ser parte de la democracia no es posible. De eso el dictador y sus secuaces están claros. Fuera del poder les espera el castigo aplastante que merecen sus crímenes. La justicia más generosa tendría que arrancarles su fortuna mal habida y enviarlos a la cárcel.

Por eso, la de Nicaragua es una lucha en la que solo uno de los dos contendientes puede sobrevivir. El país puede avanzar hacia justicia, democracia y respeto a los derechos humanos, únicamente si extirpa de raíz el poder de la canalla de El Carmen.

De raíz.

Porque ese poder, aun si fuese convertido en «residual» por obra y gracia de reformas y elecciones–como sueñan los que sueñan con la «solución chilena»– NO SERÍA COMPATIBLE con la vida, la seguridad y la libertad de los nicaragüenses.

El clan FSLN puede incluso entregar la Presidencia, pero NO PUEDE entregar el poder; y NO PUEDE defender ese poder sin MATAR.

No es solo que no quieran, es que NO PUEDEN.

Y no es que uno desee que la realidad sea así; pero, si es así, sale más caro ignorarla que aceptarla y prepararse para lo que implica.

Thatcher sent Pinochet finest scotch during former dictator's UK house  arrest | Chile | The Guardian

¿Muerte de la razón?


La historia reciente, la historia en curso, muestra los embates de una tensión vehemente entre la complejidad de la vida política de las sociedades y la tendencia de las multitudes a aceptar y guiarse por consignas fáciles que omiten los matices de la realidad, e impiden pensar en soluciones más allá de la retórica barata: la formación intelectual de los pueblos va en rezago del desarrollo tecnológico de las comunicaciones, e incluso de los derechos políticos que justamente se reclaman en todas partes.

Es un problema grave, con implicaciones prácticas potencialmente devastadoras para la civilización. Y el lenguaje, que debería ser un puente entre los logros de la ciencia y el avance de la racionalidad en la vida diaria, se vuelve a veces un escollo, o algo peor: un ancla que detiene el avance del entendimiento.

En la política, por ejemplo, palabras como «capitalismo» y «socialismo» o «comunismo» o «izquierda» y «derecha», han quedado reducidas a códigos de odio o afecto, a atavismos, nostalgias o resentimientos. A muy poco. A todo, menos a lo que fue la intención de sus creadores, la de disponer de conceptos para digerir analíticamente la información. Y como las redes sociales hacen de cualquier opinador un personaje con autoridad, lo que hoy en día se oye y se lee en ellas es con frecuencia una cacofonía espantosa de insensateces, prejuicios, y afirmaciones temerarias.

Esta es una realidad agobiante, abrumadora para quienes creen en el debate racional como mecanismo necesario en la construcción de sociedades que nutran un hábitat acogedor para la inteligencia y la felicidad humana.

Es caminar contra una ventolera incesante, forzados, demasiadas veces, a atravesarla antes de poder cultivar los diálogos que la vida civilizada requiere. De hecho, con demasiada frecuencia se hace imposible sostener tales encuentros, se hace imposible el debate racional, por más paciencia que se aplique en el esfuerzo: para quienes no hay más argumento que un epíteto, el epíteto sella las entradas al pensamiento, a las ideas. Y lo hace con furia, detrás de murallas que se vuelven implacables.

¿Llegamos por fin a la muerte de la razón? ¿No sería esta la suprema, y más trágica, ironía, ahora que la razón puede viajar instantáneamente a todos los rincones del planeta, a través de los medios que la razón ha inventado?

Estados Unidos: ¿peligra la república?

Cosas feas y extrañas ocurren en Estados Unidos después de la elección en la que Joseph Biden y Kamala Harris derrotaron, más allá de cualquier duda razonable, al actual Presidente. Antes de proseguir, vale la pena resaltar que la contundencia de las estadísticas electorales no recibe suficiente espacio en las noticias, quizás por la hiperactividad mediática y el gaslighting goebeliano trumpista.

Las cifras no mienten: la fórmula Biden/Harris lleva una ventaja de cerca de 5.5 millones de votos sobre el candidato perdedor, y un margen de 3.4 puntos porcentuales. En el sistema estadounidense, y dado el perfil moral del público votante, esa diferencia es notable, y dota al ganador de una sólida legitimidad.

Hay que añadir que los Demócratas han superado [50.8% hasta la fecha, y en aumento], la barrera del cincuenta por ciento, que es menos rutinaria de lo que quizás se cree: en cuatro de las once votaciones nacionales de los últimos 40 años, el candidato ganador recibió menos de la mitad de los votos. El porcentaje que viene acumulando Biden/Harris se acerca al cuarto lugar, superado apenas en la reelección de Ronald Reagan (1984, 58.8%), la elección de G.W.H Bush (1988, 53.1%), y la victoria de Obama (2008, 52.9%); es muy probable, a estas alturas, que se borre la diferencia marginal entre Biden/Harris y Obama II (51.1%). [Véase gráfico]


¿Qué está ocurriendo?

El despido de puestos importantes en el aparato de seguridad nacional, como la Secretaría de Defensa (Pentágono), y posiblemente en la CIA. Quizás sean estas «entendibles» como una venganza de sangre para descargar la humillación del Presidente, convertido por obra y gracia de los votantes en la figura que más odia y desprecia, la de perdedor. Menos explicable, y más preocupante, es la ristra de nombramientos –y, según reportan los medios, de aceptaciones– en los puestos que han quedado vacantes, a escasas semanas de salir del poder la actual administración.

¿A quién podría interesarle aceptar un puesto de alto nivel en el Pentágono o la CIA que tuviese apenas 70 días de duración esperada? Irónicamente, la única explicación con lógica política parece absurda: habría, detrás de estas misteriosas decisiones, una intención conspirativa.

Los más paranoicos [aunque a los paranoicos, dijo Kissinger, «a veces los persiguen»] hablan de una conjura golpista. Es verdad que un plan así luce tan insensato que es casi inimaginable. Pero, visto lo visto y visto lo vivido, confieso que la frontera de lo inimaginable me parece cada vez más distante y más borrosa.

La otra conspiración de la que se habla es la de «limpiar» documentación que podría incriminar al actual Presidente y a miembros de su séquito. A lo mejor esta tenga más sentido. Los detalles conocidos de la corrupción en la corte trumpista dan para imaginar que hay mucho más, posiblemente de orden criminal.

O a lo mejor sencillamente todo sea parte de la demencia de un culto, y de la inclinación de su líder para mantener la atención de todo el mundo: «the show must go on«– el espectáculo, el triste y peligroso espectáculo del trumpismo, «debe continuar».

Y ha de continuar: el monstruo es ahora dueño de uno de los dos principales partidos de Estados Unidos, uno de los dos pilares de su sistema electoral.

«Dueño«–repito–y aclaro de que no se trata de una exageración retórica. El caudillo tiene 88 millones de seguidores en Twitter, su arma poderosa de comunicación y liderazgo, con la cual arenga y dirige a su ejército [tampoco «ejército» es una exageración retórica] de fanáticos. Y «fanáticos» es aún menos una exageración retórica que «ejército«, y «dueño«. A la fecha, un trino, un tweet del caudillo, puede hundir a un Senador o Congresista Republicano, con pocas excepciones. Muy pocos en el partido quieren tomar el riesgo de no ser «excepcionales». Casi todos prefieren meter la cabeza en la arena o, peor aún, competir en el grito de consignas y loas al gran líder, como hacen–precisamente– los súbditos del Querido Líder en la dictadura norcoreana.

¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cómo logrará el sistema político recuperar su normalidad pre-trumpiana? ¿Logrará hacerlo? ¿Será posible, como gustan de decir en el mundo anglosajón, «meter al genio de vuelta en la botella»? Estas son preguntas a las que la historia que se haga en los próximos meses y años dará respuesta. Pero hace falta mucha, fresca, e imaginativa reflexión sobre ellas, que encarnan temas y retos nuevos a la sociedad estadounidense.

Yo veo feos augurios en los actos y los discursos del caudillo y sus aduladores. Me preocupa que el estamento político, que ya fue tomado por sorpresa una vez en la irrupción de un sicofante cruel e incompetente, subestime de nuevo el peligro. Me preocupa que la arrogancia del credo excepcionalista estadounidense le impida entender que la ambición humana desatada y bajo el embeleso de un líder mesiánico es capaz de destruir el mejor diseño democrático; que frente a un movimiento fascista no basta ganarles una vez en elecciones; que el impulso vital del trumpismo es arrollar, conquistar, derrumbar las barreras al poder del ungido y al de sus camisas pardas y descamisados. Y me temo que, a juzgar por la experiencia humana y la historia de todas las repúblicas que han vivido y muerto, la lucha por la supervivencia del experimento iniciado por Jefferson, Franklin, Madison, Washington y otros, pueda estar apenas comenzando.

Un comentario sobre Stacey Abrams, mujer de ñeque [a mis amigos en La Florida]

Por más que la irracionalidad parezca indestructible y omnipresente en el actuar humano, no hay que olvidar que existe en nosotros el elemento racional, que nos ha hecho avanzar lo poco o mucho que hemos avanzado en dirección a un mundo menos brutal.

Hay que seguir dando la pelea. Ha sido la pelea de la humanidad hasta hoy, entre la bestia que actúa por hábitos milenarios y es propensa a ilusiones cognitivas, y el ser verdaderamente humano que vamos esculpiendo, con el cincel de nuestra mente racional.

En La Florida, amigos que viven esperando al sol mientras llueve, la racionalidad fue derrotada en la elección de este año. Y sin la racionalidad, la votación democrática no cumple su cometido de garantizar la libertad y abrir la puerta [no garantizar] el buen gobierno.

¿Qué hacer? Hay que preguntarle a una mujer, como dicen en mi adorada tierra, «de ñeque»: fuerte y con los pies en la tierra, de esas que no se conforman con leer la historia sino que la hacen. Su nombre: Stacey Abrams.

Si se pudo en Georgia, no veo por qué no se pueda en La Florida.



*Fotografía de Stacey Abrams por Vogue magazine.

Te respeto, no respeto tu opinión

Uno puede sentir simpatías o creer en diversas ideologías y filosofías políticas, de las que va conociendo y adoptando, o adaptando, por la historia personal de cada uno, de lo que le ha tocado ver y vivir, y lo que ha estudiado y reflexionado.

Pero si no hay suficientes neuronas en el esfuerzo, o si no les da un entrenamiento suficiente, y si el esfuerzo carece de integridad, uno corre el riesgo de quedarse gritando disparates prestados, y exigiendo–porque hoy en día existe esa confusión– de que su opinión se respete porque es tan «válida» como «todas».

En otras palabras, el derecho, no a pensar de la manera que cada uno infiera, sino a no pensar, e imponer opiniones que no son dignas de respeto a través del ruido y el poder de la masa. Eso es tiranía también, y de la más destructiva y retrógrada, porque parte precisamente del reclamo retrógrado de rechazar el aprendizaje humano, de rechazar incluso los métodos científicos y sus pilares: lógica y datos.

Por eso es que «respeto tu opinión» es una frase que quiere, de buena intención, expresar una postura humanista, de tolerancia civilizada, pero que, al caer en una amabilidad extrema, pierde el blanco: no todas as opiniones son respetables. «La tierra es plana» no es una opinión respetable; «los judíos son los culpables de los males de Europa» no es una opinión respetable; «los negros no son seres humanos» no es una opinión respetable; «el Comandante es víctima del golpismo de los minúsculos, envidiosos por el bien que su revolución hace al pueblo» no es una opinión respetable; «el Presidente [Innombrable] es la última barrera contra el comunismo en Estados Unidos» no es una opinión respetable; «Carlos Montaner es un comunista» no es una opinión respetable; «Kamala Harris es comunista, y Joe Biden es un pedófilo» no es una opinión respetable; y hablando de pedofilia y bajezas semejantes, «los Demócratas participan en una red de pedofilia y tráfico sexual, una organización secreta que come niños y se bebe su sangre, y tiene un centro clandestino tras una pizzería en Washington, D.C.» no es una opinión respetable.

Habrá que respetar los derechos humanos de quienes profieren estas sandeces. Su derecho a hablar, restringido solo por la condición de que sus palabras no llamen directa y claramente a causar un daño a otros, debe defenderse. Pero de ahí a respetar sus opiniones hay un trecho más largo que entre la decencia y El Carmen.

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