Por más que la irracionalidad parezca indestructible y omnipresente en el actuar humano, no hay que olvidar que existe en nosotros el elemento racional, que nos ha hecho avanzar lo poco o mucho que hemos avanzado en dirección a un mundo menos brutal.
Hay que seguir dando la pelea. Ha sido la pelea de la humanidad hasta hoy, entre la bestia que actúa por hábitos milenarios y es propensa a ilusiones cognitivas, y el ser verdaderamente humano que vamos esculpiendo, con el cincel de nuestra mente racional.
En La Florida, amigos que viven esperando al sol mientras llueve, la racionalidad fue derrotada en la elección de este año. Y sin la racionalidad, la votación democrática no cumple su cometido de garantizar la libertad y abrir la puerta [no garantizar] el buen gobierno.
¿Qué hacer? Hay que preguntarle a una mujer, como dicen en mi adorada tierra, «de ñeque»: fuerte y con los pies en la tierra, de esas que no se conforman con leer la historia sino que la hacen. Su nombre: Stacey Abrams.
Si se pudo en Georgia, no veo por qué no se pueda en La Florida.
«Las turbas trumpistas»… ¡Imagínense lo que es tener que decir esto en Estados Unidos! Y esto es lo que hay, un partido–el Republicano– en colapso total como partido, transformado, como el FSLN, en un culto a la personalidad de un caudillo demagógico que alienta la violencia.
«Las turbas trumpistas» ya amenazan a votantes contrarios, ya se tomaron–armados hasta los dientes–el Congreso de Michigan; entre ellos estaban dos de los que después fueron capturados por planear el secuestro y «juicio» de la gobernadora; ya agredieron en plena carretera al bus de la campaña Biden/Harris, y forzaron la cancelación de dos eventos de dicha campaña, alentados EN PÚBLICO por el actual Presidente de Estados Unidos.
«Las turbas trumpistas» están listas, están «a espera» [«stand by», dijo el actual Presidente]. Hay intimidación de votantes, maniobras legales e ilegales para impedir el voto, y la amenaza del actual Presidente de declararse «vencedor» él mismo [al margen de la ley, que atribuye la certificación de los vencedores a cada Estado de la Unión] antes de que el conteo termine, porque, dice «no es justo» que lo hagan esperar.
«Las turbas trumpistas», son la punta del iceberg, la gran amenaza contra la democracia de Estados Unidos. No estamos en una elección de menús democráticos, estamos entre la vida de la democracia y su agonía.
En medio de esta angustiosa temporada electoral estadounidense, en la que los ciudadanos democráticos de distintas orientaciones políticas luchan contra el populismo neofascista, para impedir que el caudillo que ocupa la Casa Blanca se reelija, y así estabilizar la democracia, y comenzar–tardíamente–a lidiar con la mortandad de la pandemia, me topo en las redes con un comentario que busca centrar el debate en el tema de la legalidad del aborto, presentado—engaño de mercadeo–como el de «apoyar» versus «oponerse» a él.
El comentario cita a una figura clave en el panteón Republicano, el difunto expresidente Ronald Reagan: «Me he dado cuenta que todos los que están a favor del aborto ya nacieron.» Ingenioso. Vale al menos una conversación, pero vale más conversar sobre el uso de esta cita en el contexto político actual, que dista mucho de ser el de hace 40 años. En aquella época, cosas buenas y malas, o muy buenas y muy malas, podrían decirse justamente sobre esa entidad de seres humanos llamada los Estados Unidos de América. Pero no podía decirse que sus instituciones de gobernabilidad, alternancia en el poder, y protección de los derechos políticos aceptados hasta entonces estuviese en peligro, bajo asalto.
Secretos del corazón trumpista
Lo de hoy es otra cosa. Corto de recursos ideológicos que recubran, aunque sea con un velo ralo, su desnudez bestial, el caudillo en la Casa Blanca–un sujeto de moral personal disoluta que va por campeonato–ha echado mano de una improvisada postura «antiabortista» para capturar, o dar excusa, a muchos que de otra manera no tendrían ninguna razón ‘noble’ para seguirlo.
Quedarían, sin poder reclamar el manto de «provida«, desnudos a medio campo, incapaces de tapar sus verdaderas motivaciones: racismo, xenofobia, resentimiento contra los cambios demográficos que van morenizando al país, frustración ante el estancamiento económico que sufren, y nostalgia atávica por «el hombre fuerte«; a otros, claro, una ínfima minoría, se les vería frotándose las manos al borde del éxtasis, ojos y bocas aguadas por la codicia económica: menos impuestos, más ganancias («money talks»).
La «lucha contra el aborto» es eso, un velo ralo, una cortina de humo para otros intereses, y para otros sentimientos. Porque nadie, que no sea la excepción psicótica, está «a favor del aborto«. La discusión política es sobre si el aborto deber ser legal o no; es decir, sobre si las mujeres que abortan deben a ir a la cárcel o no.
No se puede ser provida y ser trumpista
En el proceso electoral estadounidense en curso, el tema fundamental es otro, que también puede discutirse en términos de «vida«: si uno es pro vida (y solo la excepción psicópata que menciono arriba no lo es), lo urgente es sacar del poder al actual Presidente de Estados Unidos, y derrotar de manera abrumadora a su movimiento, asegurarse de que no levanten cabeza. Hacer como hacen en Europa, donde cada vez que la amenaza del neofascismo crece, TODOS los partidos, desde la derecha hasta la izquierda, se unen para evitar que avancen. Lo acaban de hacer en España, en el Congreso de los Diputados: desde el Partido Popular hasta el PSOE, Izquierda Unida y todas las formaciones de centro, de derecha y de izquierda, aislaron a Vox, el equivalente del partido Republicano (más bien «trumpista»). Por la vida, por la democracia, hay que hacerlo en Estados Unidos.
También hay que decir que es una ironía, potable solo si hay ignorancia de la historia, que los partidarios del actual Presidente persistan en aferrarse a la iconografía Republicana, cuando han abandonado casi enteramente la agenda y el discurso del partido de centro derecha que alguna vez fue. Nada ejemplifica esto más limpiamente que el contraste entre la estrategia trumpista, diseñada alrededor de la demonización de los inmigrantes, con la postura mucho más tradicional y, claro, humana, de Reagan, que permitió un gran acuerdo bipartidista sobre la legalización de inmigrantes indocumentados.
«Ronald Reagan and George H. W. Bush querían destruir la nación«.
Tanto él como el primer Bush eran–para que les dé un patatús a los repetidores de eslogan del trumpismo– partidarios de una política de «open borders» con México («fronteras abiertas«). Imaginaban (y lo decían en público, mientras se deshacían en elogios hacia los inmigrantes y la inmigración) que había que crear un sistema en la frontera para que «la buena gente» («the good people») que vive de un lado y del otro pudiera cruzar sin mayor trámite a hacer su vida, a trabajar, a hacer negocios. Qué lejos eso del grito de batalla del actual ocupante de la Casa Blanca contra la «invasión» de mexicanos (entiéndase, latinos) «violadores», que viene, según les dice a sus odiosos seguidores, a «terminar con la nación», a «vender drogas». «Son criminales».
Desde aquel entonces, quienes se oponían al racismo eran tildados de «radicales». En aquel entonces era el partido Demócrata. «¿Qué hay en un nombre?» preguntaría Shakespeare. En este caso, parafraseando al bardo, «racista es racista, llámese como se llame».
No podía imaginarse uno que las insinuaciones racistas de las campañas Republicanas de antaño se convertirían en apoyo descarado a grupos de militantes racistas armados, como los «Proud Boys» [«Muchachos Orgullosos»…¿de qué?] a quienes el caudillo llamó a «stand by» [«estar listos»…¿Para qué?]. Una evolución trágica: el racismo desbocado, libre de las cadenas que buscaron sofocarlo los últimos 60 años–desde que los Kennedy, Martin Luther King, y Lyndon B. Johnson hicieran realidad el comienzo de la era cultural de los derechos civiles–ha costado ya vidas humanas, y costará muchas más si la histeria que predica el actual Presidente se esparce. Ya grita a sus partidarios blancos, el Mussolini estadounidense, que «van [negros, hispanos, inmigrantes] a destruir tus suburbios», «van a quitarte tu carro», «van a desarmarte». Válgame Dios.
¡Viva Daniel Ortega!
Por eso insisto, y aquí termino: nadie puede dar a otros, ni darse a sí mismo, la excusa de que apoya al actual Presidente porque está «en contra del aborto«. Si ese fuera el único criterio, habría que apoyar, por ejemplo, al dictador Daniel Ortega. Nadie que se diga «pro vida» puede apoyar al actual Presidente de Estados Unidos, que ya cuesta tantas, y costaría cientos de miles más, probablemente millones, de seguir en el poder. Y nadie que se diga «pro vida«, «pro Derechos Humanos«, y especialmente «pro Democracia» puede ignorar la evidencia de que el actual Presidente de Estados Unidos viola los derechos humanos con desprecio total; que con desdén olímpico pasa por encima de todas las normas elementales de la decencia, y acumula poder como cualquier vulgar populista latinoamericano.
Una amiga muy querida, una buena persona que a través de los años ha apoyado al partido Republicano, y que como a todos nos ocurre en algún momento, se inclina a resistir la evidencia y aceptar sin ambages sus implicaciones, ha querido establecer una paridad entre los comportamientos, en el debate presidencial del 28 de Septiembre, del candidato Biden y el del actual ocupante de la Casa Blanca.
A diferencia de los fanáticos llenos de odio que siguen al Innombrable como seguían a Hitler los propios, mi amiga no ve al caudillo como un ser infalible, enviado por Dios para proteger al país de criaturas infernales. No enteramente. Porque aunque su bondad natural le impide que cierre todas las ventanas a la luz de la razón, el miedo que viene de las supersticiones políticas ha impregnado su mundo.
Hago estos comentarios consciente de que lanzo una advertencia, a vos, lector, y a mí mismo, basada en la ciencia moderna, que ha identificado y estudia esta resistencia humana al cambio. Hemos diseñado los métodos de la ciencia, y los más sabios entre los nuestros saben desde la antigüedad que el conocimiento se adquiere a través de lógica y datos (el lado analítico de nuestro ser) pero otras fuerzas probablemente de origen evolutivo con frecuencia se interponen. Es, como la del bien y del mal, una lucha en nuestro fuero interno.
Habida cuenta de todo esto, decidí ofrecer a mi amiga una explicación de por qué considero la equivalencia entre ambos candidatos falsa, además de injusta, y a fin de cuentas, destructiva. La transcribo a continuación, con algunos cambios menores de edición:
«Cualquier grosería del candidato Biden palidece, evidentemente–y vos lo sabés muy bien–ante la patanería insólita del bufón de la Casa Blanca. Yo estoy seguro que esto no es discutible.
En mi opinión, Biden es un candidato mediocre, pero mediocre soy yo y somos la mayoría, y todos, en algún momento, podemos equivocarnos en lo que sea, y hasta ser groseros. Pero de eso, a convertir el crimen en una forma de vida, la vulgaridad en un orgullo, el irrespeto hacia las mujeres en medalla de macho, el desprecio hacia gente como vos y como yo, e incluso hacia gente que su nación honra, como el senador McCain y los soldados que pelean en nombre del país, hay una enorme diferencia. Yo seguramente he ofendido a alguien alguna vez, o más de una vez, y he cometido errores de juicio también, pero no me enorgullezco de eso, no quiero aplastar como un matón, un bully; no quiero arriesgar la vida de la gente por mi vanidad; no soy responsable directo, por mi desprecio a la vida de los demás, de que en lugar de haber 30 mil muertos por la pandemia, haya 209,000 a la fecha [2 de Octubre]. 30,000 habría si este sujeto–el Presidente de Estados Unidos de América– tuviera un mínimo de decencia y racionalidad. Pero no la tiene. El actual ocupante de la Casa Blanca es –ya sin duda– un delincuente que no exhibe sentimientos, pobre en empatía. Este país –ya sin duda– ha tropezado en un bache del camino. Ojalá que logre salir del bache, aunque sea con un conductor mediocre como Biden. Un conductor mediocre, pero mediocre, digamos, en su acepción de normal, de «calidad media«. Por otro lado, una terrible ironía [¿fariseísmo a la vista?], es que un tipo como Biden debería satisfacer a las personas que se identifican como religiosas, especialmente cristianas, porque ha sido, por lo que se sabe, un buen y leal esposo, un buen padre, un hombre de familia que ha pasado por viudez y sacrificios sin perder el norte. En contraste, el sujeto que ocupa la Casa Blanca ya va por la tercera esposa; a todas las ha traicionado; ha tenido que pagar cientos de miles de dólares a prostitutas; lleva pleitos enormes de dinero con su familia; le han cerrado una supuesta institución de beneficencia que estableció y terminó usando para robar, a tal punto que el Estado de Nueva York lo obligó a regresar millones de dólares a sus estafados; le han obligado a cerrar y a pagar indemnización a gente que ingenuamente pagó matrícula en su falsa universidad; y se las ingenia [el sistema, aparentemente, está corrupto] para no pagar impuestos sobre su renta personal, lo cual según la iglesia católica es pecado; no tiene escrúpulos en decir que a las mujeres hay que agarrarlas a la fuerza de la vagina porque «si sos famoso, les gusta«; pagó millones por espacio publicitario para pedir en el New York Times (del que habla tan mal) que condenaran a muerte a 5 muchachos negros cuya inocencia fue luego demostrada; durante años vociferó que Barack Obama no tenía derecho a ser Presidente porque no era ciudadano, ni siquiera–decía–podía comprobarse que hubiera nacido en Estados Unidos, y exigía pruebas adicionales a la Partida de Nacimiento [claramente, su propósito era enfatizar la «otredad», la «extranjería», del primer Presidente afroamericano de Estados Unidos]; ha dicho que entre los nazis estadounidenses que mataron a una manifestante en Charlottesville, Virginia, «hay buenas personas»; y no puede, no logra, rechaza, pronunciar en público la frase «condeno a los supremacistas blancos«, más bien, ante la oportunidad de hacerlo, acorralado por el moderador de Fox News, manda a los supremacistas el mensaje de «Stand By» («Estén preparados«).
En resumen, el actual Presidente es un individuo verdaderamente monstruoso a quien hay que sacar a toda costa del poder, porque pudre lo que toca, y amenaza, como nunca antes nadie amenazó, la democracia; y amenaza el orden democrático desde la total indecencia; corrompe, como corrompen los Chávez, los Ortega, como corrompen todos los dictadorzuelos que conocemos.
Así que, querida amiga, no hay que cambiar el tema. El tema no es si Biden le dijo «payaso» al Innombrable, que bien lo merecía; el tema es que haya que decirle esas cosas y termine todo en una trifulca salvaje porque el Presidente no acepta comportarse de acuerdo a las reglas comunes de la convivencia. El tema es también que Biden obviamente no es un criminal, ni es un patán, sino un señor que en lo privado es, a los 77 años, bastante normal, dentro de los márgenes aceptados de la decencia; y en lo político se ha destacado, pero no es una estrella.
Con estas credenciales y estas limitaciones humanas normales Biden puede y quiere buscar con el resto de nosotros el regreso a la normalidad democrática, a la convivencia imperfecta, problemática, en desesperada necesidad de mejoras, que había antes de que el Innombrable bajara las escaleras eléctricas en su edificio de Manhattan y declarara que los mexicanos son «violadores, y algunos, tal vez, sean buenos«.
Por eso, elegir al mediocre y normal Biden es la única alternativa factible para regresar el gobierno de los Estados Unidos hacia la relativa decencia, hacia el respeto en los modales que antes era parte del discurso público, tanto en gobiernos Demócratas como Republicanos.
Y es también–o especialmente– la única alternativa viable para buscar el regreso de la racionalidad en la administración de la cosa pública y de las relaciones entre los ciudadanos, y entre el gobierno y los ciudadanos, antes de que el país termine de hundirse en la violencia o en una versión norteamericana del chavismo. Y antes de que mueran cientos de miles de personas más por el manejo criminal de la pandemia.
El país saldría de esta manera bien librado si se diese una transición a la «mediocridad» de Biden, porque de lo contrario el fin de historia podría ser mucho peor, ya que los supremacistas blancos, a los que el bufón de la Casa Blanca enamora, están ENVALENTONADOS, armados y listos («en Stand By», recuerden, les dijo su líder) para desatar la violencia.
Qué te puedo decir: lo justo es justo y lo obvio es obvio mi querida amiga.»
He escrito este comentario a unos compatriotas que se interpusieron entre mi crítica razonada y la postura de los políticos nicaragüenses a quienes estaba dirigida. Es una reflexión que hago y comparto porque creo que vale la pena hacerla, por el bien de todos:
«Nunca vamos a tener libertad y democracia si en lugar de reclamar a los políticos buscamos como escudarlos de la crítica. Nunca.
A los políticos, en democracia, y para que haya democracia, hay que exigirles respuestas. Quienes no están dispuestos a darlas, anuncian de esta manera su intención autoritaria. ¿Vamos a despejarle el camino a una nueva generación de mandamases prepotentes? ¿Para eso tanto sacrificio?
No les demos el beneficio de la duda, porque después nos arrepentiremos, y amargamente: quien hoy parece libertador puede ser [tantas veces lo ha sido] el opresor de mañana.
A los políticos hay que exigirles, y el que quiera ser líder democrático tiene que escuchar con humildad, responder con honestidad, y actuar con coherencia.
En lugar de pretender enfado o indignación, los políticos que quieran llamarse «democráticos» deben agradecer la atención que un ciudadano pueda darles; agradecer la oportunidad que generosamente les de un ciudadano de explicarse y debatir sus ideas y propuestas con la ciudadanía, que en democracia constituye la fuente única de su poder, la fuente única de su legitimidad.
Y los ciudadanos debemos dejar de tratar a los políticos como si nos hicieran un favor o nos dieran un regalo, cuando en realidad, si buscan representarnos, tienen que aceptar servirnos.Si no pueden, o no quieren, ¡que se salgan de la política!: no podemos permitir más redentores que terminen siendo reemplazo de los mandamases que los han antecedido.
Necesitamos tener una actitud racional, y presentar nuestras ideas con seriedad, pero a la vez, tenemos que vencer la debilidad, anclada en siglos de vasallaje, de aceptar cualquier explicación como suficiente, cualquier discurso cantinflesco como explicación, y sobre todo, cualquier «ya te dije» como un «callate» que haya que aceptar sumisamente.