La autodenominada «izquierda» latinoamericana trata apresuradamente de construir una narrativa victimista a favor de Evo Morales. «Un golpe de estado fascista», según ellos.
Parece que su ideal fuera que un individuo que ha estado en el poder 14 años esté el tiempo que se le antoje, con tal de que declare ser «de los nuestros», y grite contra la oligarquía y el imperialismo.
Parece que hubieran preferido que el individuo a quien el pueblo prohibió reelegirse se reeligiera.
Parece que hubieran preferido que el fraude electoral con el cual Evo Morales alcanzaba (¿no da esto una pista de la profundidad del descontento?) menos de la mitad de los votos hubiera sido consumado sin oposición.
Parece que hubieran preferido que los perpetradores del crimen (el fraude electoral es crimen según las leyes bolivianas) no fueran detenidos.
Parece que no hubieran querido que el pueblo saliera a las calles y estableciera su soberanía, la soberanía popular, de manera militante, cantando los himnos de la antigua izquierda revolucionaria, sacudiendo los cimientos del poder, y arrastrando en la ola a policía y soldados. [Parece que habrá que abolir al pueblo, como diría Brecht, porque el pueblo no obedece a los representantes del pueblo.]
Parece que no hubieran querido que la célebremente beligerante, y muy indígena y muy proletaria Central Obrera Boliviana, hogar de los legendarios combatientes mineros, le pidiera la renuncia a Evo Morales, después de haberlo apoyado antes.
Parece que también habrá que abolir a los mineros.
Parece que quisieran que el pueblo boliviano fuera uno, indivisible, un fascio–el sueño de Mussolini–y que agachara su unitaria cabeza ante el amo que ellos le escogieron.
Parece que tuvieran miedo al pueblo, miedo a que el pueblo quite al igual que ponga.
Parece que estos revolucionarios le tienen miedo a la revolución.
Y parece que dan su lealtad al poder antes que a la voluntad popular; y al miedo, antes que a la imaginación y a la esperanza. No se les ocurre que la gente sepa mejor que ellos lo que conviene a la gente. No se les ocurre que la gente tenga derecho a decidir quiénes representan a la gente, cómo y por cuánto tiempo. No se les ocurre que la gente tenga derecho a acertar, a equivocarse, a aprender, a buscar su propio camino. No se le ocurre que los pueblos sean adultos. Y no se les ocurre que los pueblos no sean animales que deben ser arreados al destino que sus amos escogen.
Parecen devotos del poder absoluto. Parecen los partidarios de la agonizante monarquía francesa al comienzo de la revolución, los señores de peluca que ocupaban la derecha.
A la izquierda se sentaban los partidarios de la soberanía popular. A la izquierda, desde entonces, se suponía que estaban quienes luchaban por el ciudadano frente al poder y contra el poder; de quienes luchaban por los derechos del pueblo, los de la revolución francesa; empezando por el derecho a gobernarse como seres libres, sin estar sujetos al absolutismo; sin amo, ni tirano, ni rey.
Qué ironía, ¿no? Los que construyen la narrativa de golpe de estado en Bolivia–y por supuesto, en Nicaragua–estarían, en la Francia revolucionaria de fines del siglo XVIII, la que inaugura la modernidad y universaliza la democracia y la soberanía del pueblo, ¡sentados a la derecha!
En eso quedaron, en anquilosados pelucones que desprecian al pueblo y lo condenan por atreverse a ser dueño de su país, de su casa, y de su destino.
¿Izquierda? Más bien son lo que condenan; o peor, porque además son sepulcros blanqueados. Por eso a veces cuesta tanto distinguir sus posturas de lo que condenan. Por eso son parte del péndulo maldito, torpe, bruto, destructivo, que impide el progreso social y político de nuestra América Latina. Son tan enemigos del pueblo como las oligarquías económicas y las élites políticas que desde el fin de la colonia se interponen entre nuestras naciones y la modernidad, entre nuestros pueblos y la democracia, entre nuestra gente y su felicidad.
Hay que quemarles las pelucas.
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