Trumpismo y orteguismo, dos variedades del mismo virus


3 de abril de 2020

Sigo de cerca las acciones y políticas del gobierno de Estados Unidos, e incluso observo el proceso de formación de políticas, y de las estrategias que los políticos emplean para hacerlas avanzar. No hago afirmaciones caprichosas ni basadas en banderas, ni mucho menos en puntajes de encuestas. Procuro, aunque no soy imparcial, ser objetivo. Por eso, independientemente de mis simpatías (o, en este caso, antipatías) afirmo basado en los hechos una conclusión que los hechos me impiden pasar por alto: lo de Trump ha sido y sigue siendo negligencia criminal.

El ethos de Mr. Trump no dista mucho, para dar ejemplos que quizás sorprendan a la distancia, del de Rosario Murillo en Nicaragua, o el de Jair Bolsonaro en Brasil. [Este último ha declarado, sin sudar vergüenza, que «hay que enfrentar el virus, pero como hombres, no como mocosos» y que, aunque hay que cuidar a los viejos, «el empleo es esencial; y es la vida, todos nos vamos a morir…» ]

En el caso de la comparación Trump-Murillo, la diferencia fundamental es que el Presidente de Estados Unidos de América no tiene el poder absoluto. Afortunadamente, las defensas estructurales de la democracia estadounidense han sobrevivido, aunque golpeadas, el embate del populismo trumpista, que prácticamente transformó un partido de centro-derecha, o derecha democrática, el partido Republicano, en una marabunta neofascista con tintes de integrismo religioso, que se deleita en el desdén de su caudillo por las minorías étnicas y sexuales, los inmigrantes, las mujeres, los intelectuales, los periodistas, y cuanto grupo le parezca representar «debilidad».

El paralelo entre el discurso de Trump y el culto a la superioridad y a la fortaleza étnicas del arquetipo nazi es escalofriante. Este hombre no es apto para gobernar un país como Estados Unidos, que es la imagen del mundo, con toda la diversidad humana habitando, en relativa paz, y relativa dificultad, su territorio.

Trump carece además de equilibrio mental y emocional. Sus rasgos narcisistas y sus delirios de grandeza van mucho más allá de la vanidad que es común entre políticos de alta ambición. Esto se hace cada vez más evidente a medida que la presión de la crisis global revela el alma de los líderes.

La respuesta del jefe del Poder Ejecutivo de Estados Unidos a la amenaza de la pandemia está causando una destrucción que él más bien tenía la obligación, y el poder, de evitar, tanto en vidas como en bienestar económico. Ningún presidente de EEUU, ni Republicano, ni Demócrata, se ha comportado jamás tan incompetente e inmoralmente en medio de una crisis. Nunca, un diario de prestigio nacional, como el Boston Globe, se había atrevido a publicar un editorial afirmando que «el presidente tiene sangre en sus manos». Nunca había tenido que atreverse.

Pero los hechos son los hechos. En este caso están clarísimos, muy bien documentados y públicos, para quien quiera ver. El que no quiera es, ni más ni menos, como un fanático orteguista que repite la narrativa de «golpe» y para quien no importan videos, fotos, ni documentos, porque su «comandante» lo es todo, como para los trumpistas Trump es «enviado de Dios».

Las comillas las coloco porque muchos de ellos usan esa frase, que ha sido promovida desde el púlpito por numerosos pastores evangélicos. Este es un fenómeno extraño, y que revela una enorme hipocresía, ya que los acaudalados líderes del evangelismo han sido farisaicamente estrictos con otros políticos estadounidenses, cuando estos fueron descubiertos transgrediendo sus códigos morales; pero en el caso de Donald Trump, y su largo historial de corrupción personal y comercial, los pastores repiten, iluminados, que «Dios se sirve de hombres imperfectos».

¿Qué más agregar? Que si bien me produce escalofríos observar la similitud en la estructura mental de trumpistas y fascistas, más lo hace el entender que el orteguismo representa una variedad del mismo virus.

Los resultados son trágicos. Y me temo que aún no hemos visto lo peor, ni en Estados Unidos, ni en Nicaragua.

La izquierderecha de los pelucones latinoamericanos

La autodenominada «izquierda» latinoamericana trata apresuradamente de construir una narrativa victimista a favor de Evo Morales. «Un golpe de estado fascista», según ellos.

Parece que su ideal fuera que un individuo que ha estado en el poder 14 años esté el tiempo que se le antoje, con tal de que declare ser «de los nuestros», y grite contra la oligarquía y el imperialismo.

Parece que hubieran preferido que el individuo a quien el pueblo prohibió reelegirse se reeligiera.

Parece que hubieran preferido que el fraude electoral con el cual Evo Morales alcanzaba (¿no da esto una pista de la profundidad del descontento?) menos de la mitad de los votos hubiera sido consumado sin oposición.

Parece que hubieran preferido que los perpetradores del crimen (el fraude electoral es crimen según las leyes bolivianas) no fueran detenidos.

Parece que no hubieran querido que el pueblo saliera a las calles y estableciera su soberanía, la soberanía popular, de manera militante, cantando los himnos de la antigua izquierda revolucionaria, sacudiendo los cimientos del poder, y arrastrando en la ola a policía y soldados. [Parece que habrá que abolir al pueblo, como diría Brecht, porque el pueblo no obedece a los representantes del pueblo.]

Parece que no hubieran querido que la célebremente beligerante, y muy indígena y muy proletaria Central Obrera Boliviana, hogar de los legendarios combatientes mineros, le pidiera la renuncia a Evo Morales, después de haberlo apoyado antes.

Parece que también habrá que abolir a los mineros.

Parece que quisieran que el pueblo boliviano fuera uno, indivisible, un fascio–el sueño de Mussolini–y que agachara su unitaria cabeza ante el amo que ellos le escogieron.

Parece que tuvieran miedo al pueblo, miedo a que el pueblo quite al igual que ponga.

Parece que estos revolucionarios le tienen miedo a la revolución.

Y parece que dan su lealtad al poder antes que a la voluntad popular; y al miedo, antes que a la imaginación y a la esperanza. No se les ocurre que la gente sepa mejor que ellos lo que conviene a la gente. No se les ocurre que la gente tenga derecho a decidir quiénes representan a la gente, cómo y por cuánto tiempo. No se les ocurre que la gente tenga derecho a acertar, a equivocarse, a aprender, a buscar su propio camino. No se le ocurre que los pueblos sean adultos. Y no se les ocurre que los pueblos no sean animales que deben ser arreados al destino que sus amos escogen.

Parecen devotos del poder absoluto. Parecen los partidarios de la agonizante monarquía francesa al comienzo de la revolución, los señores de peluca que ocupaban la derecha.

A la izquierda se sentaban los partidarios de la soberanía popular. A la izquierda, desde entonces, se suponía que estaban quienes luchaban por el ciudadano frente al poder y contra el poder; de quienes luchaban por los derechos del pueblo, los de la revolución francesa; empezando por el derecho a gobernarse como seres libres, sin estar sujetos al absolutismo; sin amo, ni tirano, ni rey.

Qué ironía, ¿no? Los que construyen la narrativa de golpe de estado en Bolivia–y por supuesto, en Nicaragua–estarían, en la Francia revolucionaria de fines del siglo XVIII, la que inaugura la modernidad y universaliza la democracia y la soberanía del pueblo, ¡sentados a la derecha!

En eso quedaron, en anquilosados pelucones que desprecian al pueblo y lo condenan por atreverse a ser dueño de su país, de su casa, y de su destino.

¿Izquierda? Más bien son lo que condenan; o peor, porque además son sepulcros blanqueados. Por eso a veces cuesta tanto distinguir sus posturas de lo que condenan. Por eso son parte del péndulo maldito, torpe, bruto, destructivo, que impide el progreso social y político de nuestra América Latina. Son tan enemigos del pueblo como las oligarquías económicas y las élites políticas que desde el fin de la colonia se interponen entre nuestras naciones y la modernidad, entre nuestros pueblos y la democracia, entre nuestra gente y su felicidad.

Hay que quemarles las pelucas.

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