29 de abril de 2020
Ojalá que el pueblo salvadoreño y sus circunstancias no permitan que Nayib Bukele llegue hasta donde tipos como él pueden llegar (un Chávez, por ejemplo, o cualquier Mussolini tropical). Que estén alertas, que no caigan embelesados ante el poder de hombre fuerte, por hoy una ilusión de prestidigitador, con que el aspirante a caudillo intenta hipnotizarlos. Tras fracasar su primer intento de subyugar abiertamente la institucionalidad, que relato a continuación, el nuevo profeta –porque habla directamente con Dios, lo ha dicho él mismo–vuelve a la carga. Volver a la carga es lo que hacen personajes como él, hasta aplastar o ser aplastados. Con ellos no hay empate.
Permítanme entonces, en pocos brochazos, describir la invasión al Congreso democráticamente electo que el flamante presidente milenial puso en escena, para que no quepa duda de que estamos ante un sujeto peligroso.
Insatisfecho con la actuación de los diputados, la mayoría de los cuales son obedientes a Arena, la vieja derecha de los asesinos de Monseñor Romero, y al FMLN, la vieja izquierda de los asesinos del poeta Roque Dalton (y su antiguo partido), Bukele decidió encargarse del asunto a su manera. Entró, muy cool y muy hands on, cosmopolita tirano fuera él, al edificio parlamentario, en su mejor jefe de maras look, al mando de una tropa de policías y soldados armados. Se sentó en la silla del Presidente del Congreso y ‘ordenó’ que se abriera la sesión. Orden dada, pero impracticable, ya que la mayoría de los diputados estaban, según los despachos noticiosos, ausentes. ¿Qué hizo el héroe de la película ante el nuevo imprevisto? Dobló su apuesta, y su ridículo, alegando, tras una oración, que Dios ahora le pedía abandonar el edificio. Iluminado, salió a la calle, saludó a sus seguidores, y de paso–como habría hecho cualquier buen cristiano– llamó a una insurrección popular. Pero una función gloriosa merece un epílogo, y de funciones Bukele es connoisseur, a pesar de ser graduado reciente en las artes populistas. Fue así como, aunque parezca inverosímil –a los cuerdos, digo, a los cuerdos– ese fin de semana la Presidencia salvadoreña, o sea, el mismo Bukele, pidió calma al pueblo ante «la demanda de insurrección».

Regresemos ahora a la vuelta a la carga del enfant terrible. Para conveniencia de Bukele y desgracia de los salvadoreños –incluso de aquellos que creen haber visto a su mesías– hay toda una enciclopedia sobre cómo destruir la democracia desde dentro, e incluye volúmenes firmados por autores de triste fama: Chávez bajo la C; Mussolini en la M; Ortega en la O. Todos ellos construyeron un enorme poder personal demoliendo instituciones que estorbaban su camino («la letra con sangre entra», parecen decir sus partidarios) .
¿Cómo lo lograron? Nadie gobierna sin consentimiento social. Acabado el consentimiento, el tictac del final empieza. Los políticos autoritarios buscan crear ese consentimiento erigiéndose en salvadores de la nación, o de sus mayorías, ante enemigos internos o externos, reales o imaginarios. Los aspirantes a tiranos necesitan que gran proporción de la ciudadanía se sienta vulnerable a peligros que la institucionalidad democrática no logra controlar; que sienta que esta es incapaz de proteger su seguridad física, política, o económica. Necesitan, en otras palabras, que fracase la democracia, que la gente pierda fe en la habilidad de procedimientos colectivos cuyo alcance constriñen derechos individuales, ¡esos incómodos derechos humanos de los otros! Cuando esto ocurre, entra en acción el salvador, presta su voz y su puño a los airados indefensos, exalta la maldad de la amenaza, demoniza a sus adversarios, ridiculiza los métodos democráticos, se pone en el centro de la escena y grita, como Donald Trump, «I, alone, can fix it» («soy el único que puede, yo solo, reparar esto.»)

Y en estas anda nuestro enfant terrible. Ha identificado la amenaza que sufren sus conciudadanos, la zozobra ante el desenfreno de las pandillas, o maras. No necesita esforzarse mucho en exaltar el peligro: la persistencia del mal, y su crueldad, son reales. Ha identificado un punto débil en la inmunología de la institucionalidad: el desprestigio de los partidos dominantes. Pero en lugar de promover reformas democráticas y modernizar, haciendo más efectiva su acción, el trabajo de protección del Estado, y en lugar de indagar y resolver las causas que hacen de las maras un problema crónico, aprovecha el infortunio de su pueblo para intentar convertirse en caudillo. Usa lenguaje engañoso, que aparenta defender el innegable derecho a la defensa propia de ciudadanos y policías, pero el grito que sus seguidores escuchan es el grito de ¡muerte!. Y como en todos estos casos, en todas estas historias que, trágicamente, se repiten, los partidarios corean ¡muerte!, en el entendido de que se trata siempre de otros, de que Bukele los protege como padre protector frente a individuos que por su maldad no merecen derechos humanos. De esta forma el aspirante a tirano se abre espacio en la psique de las masas para constituirse en padre; un padre autoritario, quizás, pero que resuelve la situación: hace correr puntualmente los trenes en Italia, distribuye comida y vacunas en Venezuela, tejas de zinc y cerditos en Nicaragua, y cadáveres de supuestos maleantes en El Salvador. Ese es el primer acto de la tragedia, y quizás el único que contiene particularidades. El resto es el mismo en todos los teatros.
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