El asesinato de George Floyd (algunas reflexiones sobre el racismo en la cultura mestiza)

Acabo de ver una frase de esas que revelan más de lo que dicen, que vienen del subconsciente de una cultura, y que se escapan como un lapsus linguae, un desliz freudiano.

En este caso, la cultura es la nuestra, la cultura de millones de mestizos triples: europeos-indios-negros. Una cultura atormentadamente racista. Tanto, que niega el tercer elemento del mestizaje, borrándolo explícitamente de la identidad, y se avergüenza del segundo, usándolo como insulto; lo trata además de una manera torpemente incongruente, cuando no hipócrita: en tiempos de rebelión habla del indio valiente, y viva Monimbó y su coraje, y otras melosidades conmovedoras. Pero en los distintos ámbitos de la vida cotidiana, mientras más monimboseño luce el ser humano, menos respeto infunde. A tal punto que la sociedad entera –que desde fuera, al ojo de un observador desapegado del prejuicio nativo, luce hermosamente mestiza, con múltiples acentos, pero muy india y muy ‘mulata»– padece una carencia de autoestima que la afea y la derrota. Es notoria la facilidad, por ejemplo, con la que el compatriota se esconde tras acentos foráneos y da la espalda a sus raíces. Es también notorio–no creo que esta afirmación sea discutible, aunque algunos quieran fingir sorpresa o enojo– cómo se asocia la apariencia europea con la respetabilidad, con la belleza, y hasta con la bondad, por ser muy humana la asociación de esta con la anterior.

De todo esto hay que hablar, porque es parte del problema nacional: sin autoestima no puede haber progreso, ni puede haber autogobierno efectivo, ni democracia. Sin autoestima siempre se anda en busca del favor extranjero, de la solución que nos traiga el gringo o el europeo. ¿No es esto lo que hemos vivido desde que–en 1838, no en 1821 como por error creen muchos–se declaró independiente Nicaragua? ¿No es esto lo que todavía vivimos?

De esto hay que hablar, y mucho.

Que nos sirva de arranque la frase a que he venido aludiendo, y que a continuación transcribo y comento. Tiene que ver con el asesinato del Sr. George Floyd en Estados Unidos a manos de un policía que lo torturó a la vista de todos por más de 8 minutos, hasta dejarlo muerto en la calle, frente a la cámara de una joven ciudadana que rescató la fatídica escena para juicio e indignación de la gente de buena voluntad del país y del mundo.

Aquí la frase, que yo encuentro aterradora: «algo tuvo que haber hecho la víctima para que él lo detuviera (y) también se destruyó la vida de ese oficial». Quiero advertir que no conozco personalmente a la persona que escribió estas palabras; de hecho, no sé absolutamente nada de ella, pero veo su foto y es innegable que en sus rasgos viven la América indígena y África, y sabrá Dios qué otro continente. Sin embargo, es difícil juntar más racismo eurocéntrico del que la frase resume densamente, elocuentemente. Es un lapsus freudiano, una ventana que la tempestad social abre de golpe, por un instante, y deja ver el fondo de nuestra psiquis colectiva.

«Algo tuvo que haber hecho la víctima» claramente implica que el Sr. Floyd tiene, aunque sea ‘en última instancia’ culpa de lo que le pasó. De entrada, da el beneficio de la duda al asesino de uniforme. El negro–parece asumir, sin denotar más información sobre este ser humano que la clasificación étnica–debe haber cometido algún crimen; de lo contrario, no hubiera ocurrido su muerte. Elimina así la presunción de inocencia (elemental para la Justicia), y carga los dados a favor del asesino, por el simple hecho de que su víctima fue un negro. Este es precisamente el patrón en los jurados anglosajones de Estados Unidos, y es una de las razones por las que muchos policías creen tener carta blanca para matar afroamericanos, y más generalmente gente de piel morena.

Cierro mis ojos, y el dinosaurio no está

Decir «algo tuvo que haber hecho la víctima» después de que el video de su tortura y muerte ha circulado por todas las redes sociales, por todos los periódicos y canales de televisión del mundo, después de que ha conmovido a la opinión pública internacional y agudizado la crisis política de Estados Unidos, demuestra una resistencia pétrea a contemplar la mera posibilidad de una injusticia en el incidente. Se trata de una forma de negacionismo desesperado que revela también mucha fragilidad moral. El terror de quien así reacciona no es solo a abrir los ojos y reconocer las crueldades que ocurren en su entorno, el infame dinosaurio; es pavor a verse en el espejo y reconocerse hermano de la víctima. Peor aún, miedo a volver los ojos hacia adentro y examinar su propia conciencia; pavor a entender el fondo y la fuente de su inseguridad, de los complejos que ha dejado la historia clavados en el alma colectiva como un puñal oxidado.

George Floyd destruyó al policía

La segunda parte de la frase es quizás más atroz, pero calza tan perfectamente en el molde, que aunque azote la sensibilidad del lector ya no toma a este por sorpresa: «también se destruyó la vida de ese oficial«. Es decir, no solo es, el Sr. George Floyd, culpable de ‘algún crimen’, porque «algo debe haber hecho«; no solo–de esa manera–causó indirectamente su propia muerte, sino que arruinó, «destruyó» la vida de su asesino. Un lector despistado podría creer que Sr. Floyd está vivo y que fue él quien mató al policía.

Que entre la luz, que cese la violencia: abramos los ojos y el corazón

Ni una palabra de compasión para el asesinado o su familia. Todo el pesar se reserva para el hombre que lo torturó y ejecutó. Queda uno incrédulo, pasmado, lamentándolo todo: la tortura y asesinato de un hombre que en ningún momento representó peligro alguno para sus captores; la parsimonia con la que las autoridades rumiaron el arrestar o no al policía asesino y sus cómplices; la violencia que este hecho representa, en sí y como parte de una cadena interminable de asesinatos similares; la violencia que estalla en la sociedad, violencia que como todo aluvión arrastra en su camino lo limpio y sucio, lo corrupto y lo puro, pero que no habría explotado si no fuera por el justo descontento que se acumula como un magma en la opresión de los negros y otras comunidades ‘de color’; el fariseísmo de quienes afectan santa indignación ante los crímenes (robos y saqueos) que manchan los bordes de la revuelta, pero callan–porque comparten sus prejuicios motores–el crimen mayor, el que ha llevado a la muerte a George Floyd, y que mantiene a la población negra en virtual estado de sitio permanente en sus comunidades. Queda uno inquieto, deseoso de hacer entrar la luz al fondo de esa habitación oscura y cerrada donde nuestra cultura, nacida de la opresión y la crueldad, guarda sus llagas, y limpiarla de una vez, aunque duela.

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