Hoy vi dos noticias que (uno podría decir, con el humor más trágico y triste), dan para ir a buscar al Coronavirus y decirle de una vez: «nos rendimos».
Vi al Presidente de Estados Unidos sugerir lo siguiente a la Dra. Deborah Birx, Coordinadora del Equipo Anti Coronavirus de la Casa Blanca, y al Dr. William Bryan, Jefe de Ciencia y Tecnología en el departamento de Seguridad Nacional:
«Pues supongamos que golpeamos el cuerpo con una luz tremenda, que puede ser ultravioleta o sencillamente una luz muy poderosa–y creo que ustedes dijeron que no se ha verificado pero que van a experimentar–y luego yo pensé, supongamos que llevamos esa luz al interior del cuerpo, lo cual se puede hacer a través de la piel o de alguna otra manera. Y creo que ustedes dijeron que van a hacer el experimento también. Suena interesante. Luego veo el desinfectante, que lo elimina en un minuto, un minuto. ¿Hay manera en que podamos hacer algo así por inyección hacia adentro [sic]? O casi una limpieza, ‘que ya ves que se mete en los pulmones y hace un tremendo ‘número’ en los pulmones. Pues sería interesante chequear eso. Pues tendrían que usar doctores en medicina pero a mí me suena interesante, así que vamos a ver, pero el concepto de luz en general, la forma en que lo mata en un minuto, eso es bastante poderoso.»
Debo aclarar que la gramática desvencijada y el léxico infantil no son producto de una mala traducción. Es, sin negar traduttore traditore, una transcripción fiel del lenguaje chapulinesco de Trump. El asunto de fondo, sin embargo, es que el Jefe del Ejecutivo más poderoso del planeta actúa como un monarca desquiciado, poseído a tal extremo de sí mismo que en su total ignorancia compromete la gestión de la crisis con sandeces y consejos médicos que aparte de ser demenciales son (lo explico más adelante) peligrosos: desde el atril presidencial, el líder de un movimiento cuyos miembros, según afirma confiado el propio Trump, «votarían por él aunque matara a alguien a plena luz del día en la Quinta Avenida de New York», deja flotando en el aire la noción de que inyectarle un desinfectante puede salvar la vida de un enfermo de Coronavirus.
Luego vi–aquí viene lo más triste y trágico, la fuente del peligro–el resultado de encuestas recientes a votantes del Partido Republicano. La primera, publicada hace unos 15 días, concluye que los Republicanos confían más en Trump como fuente de información sobre el Coronavirus que en la institución científica del Estado que ha sido, a través de los años, responsable del combate a epidemias: el CDC (Centros de Control de Enfermedades). 80% de los entrevistados dicen depositar su fe en Trump, versus 74% que prefieren al CDC. Otra encuesta indica que el 47% de los Republicanos confía en las afirmaciones que Trump hace en sus diarias y prolongadas presentaciones desde el salón de prensa de la Casa Blanca. Es decir, casi la mitad de su partido, según esta pesquisa. En contraste, apenas 7% de los votantes Demócratas lo hacen. Las encuestas contienen mucha más información que concuerda con la división Republicanos versus Demócratas e Independientes: el apoyo a Trump entre los primeros es abrumador, y aparentemente inmune a razonamiento; mientras 80% de los Republicanos aprueban el manejo de la crisis por Trump, la cifra cae a 37% entre gente sin afiliación política, y a solo 11% entre votantes que se declaran Demócratas. Los votantes que aplauden al rey insano no están dispuestos a ver caer a su monarca; siguen atrás del profeta aunque el profeta desvaríe; ellos están en la raíz del problema, y por ellos la vida política de Estados Unidos se vuelve surreal, como ilustra este urgente aviso que la compañía que produce el desinfectante Lysol se vio obligada a producir en cuanto se supo que el Rey había sugerido usar el detergente en inyecciones: «como líderes globales en productos de salud e higiene, tenemos que ser claros de que bajo ninguna circunstancia nuestros productos desinfectantes deben hacerse entrar en el cuerpo humano (a través de inyección, ingestión, o cualquier otra ruta).» Así estamos.
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