18 de Mayo, 2018
Las revoluciones se pierden en plena victoria. Los zorros del poder aparecen en medio del humo, caminan sobre las cenizas del incendio, y comienzan a mandar sobre el cansancio de la gente y por encima de los que han luchado. Llegan frescos, han mantenido sus recursos a salvo, han pensado en qué hacer desde las cercanías del trono, mientras los luchadores arremetían contra él. Han negociado la futura paz, mientras los luchadores se defendían en la guerra. Quieren el orden más de lo que sueñan la justicia, porque suyo es el orden. Quieren la calma, más que la libertad, porque en libertad su orden puede ser cuestionado. Y tienen las de ganar, porque ven la batalla desde una colina, y hacen sus cálculos con una frialdad que les ahorra remordimientos.
Tienen las de ganar, pero hacerlos perder, o al menos retroceder, no es imposible.
En el caso actual de Nicaragua: no hay que aceptar que nos dicten la profundidad del cambio político posible. No hay que aceptar que bajo la supuestamente «civilizada» consigna de «todo bajo la actual constitución», maniobren entre los cadáveres y sufrimientos de la gente para darnos una versión más fresca de lo viejo, de una estructura que tiende perpetuamente al autoritarismo, que impide el desarrollo económico porque no es suficientemente democrática y no invierte en la mayor riqueza de todo país–su gente–de manera eficaz.
Más bien urge preguntarse, desde ya, cómo dispersar el poder político, y como dar poder económico a más y más ciudadanos. Las palabras amables de «separación de poderes», «estado laico», y toda la poesía constitucional importada de la Ilustración europea son huecas si bajo ellas subyace una estructura de poder político concentrada en la cima, apoyada, nutrida y mantenida por la concentración del poder económico.
¿Cómo hacer esto? Ese es el diálogo más importante que debe darse en la sociedad. Preguntas como: ¿Debe ser «nacional» la policía? ¿No será mejor si es por departamento, o municipal? ¿Quién debe recaudar los impuestos? ¿Qué grado de autonomía económica deben tener municipios y departamentos? ¿Qué tal si la recaudación de impuestos se descentraliza, y el gobierno central ‘recibe’ de otros, en lugar de ‘repartir’? ¿Deben ser electos por lista de partidos los representantes de la Asamblea? ¿Por qué no elegirlos por zonas, con requisito de residencia? ¿Y por qué no hacer que cada zona pague el salario de su representante, para que cada zona tenga poder evidente sobre él? ¿Cómo lograr que el sistema judicial sea, no independiente del pueblo, sino independiente del poder político? ¿Funcionará mejor la fórmula, también imperfecta, de jueces electos en sufragio popular, por jurisdicción? ¿Cómo lograr una Corte Suprema que se encargue de jurisprudencia, y que respete el espíritu de las leyes? ¿Cómo aislarlos, no del pueblo, sino del poder político? ¿Bastará con buscar unos cuantos «justos»? ¿Qué hacer con el ejército? ¿Necesitamos tanques? ¿No es mejor, en todo caso, que se transformen las fuerzas armadas en guarda-costas, guarda-bosques y guarda-fronteras?
Creo que hay que hacerse estas y muchas otras preguntas similares, todas en la clave de “dispersar el poder”. Esto, claro, si se quiere crear una democracia estable, pero capaz de evolucionar; si se quiere comenzar un proceso de transformaciones multidimensionales que contrarresten la inequidad, social y económica, que arrastra el país desde siempre, inequidad que constituye la arena movediza donde todas nuestras utopías políticas acaban por hundirse.
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