Contra el demagogo

19 de diciembre de 2019

El demagogo se adueña de algo oscuro en el alma humana. Se adueña de sus miedos, de su inseguridad. El demagogo ofrece santuario a sus futuras víctimas, a quienes invita a entrar en lo que ofrece como un señor feudal podría ofrecer sus muros: la jaula en que alucina su delirio de persecución y en la que busca defenderse del enemigo que cree omnipresente.

Una vez atrapados con él, en la misma jaula, los seguidores del demagogo sienten que al defenderlo se defienden a sí mismos. Llegan a perder la capacidad de distinguir entre sus propios intereses y los de su presunto benefactor. Pierden la capacidad de examinar racionalmente las acciones del demagogo, de ver cómo este los arrastra al precipicio.

De hecho, con frecuencia no ven el precipicio aunque esté cerca, porque pierden también el sentido de la distancia. Y si un ataque súbito y molesto de racionalidad les hace intuir que el precipicio existe, lo creen tan lejano que descartan el peligro de caer en él: la amenaza mayor siempre es la que el demagogo señala, contra la que el demagogo presuntamente los defiende.

Así su miedo adormece primero, atrofia después, su sensibilidad ante la indecencia, el autoritarismo y la crueldad del demagogo. Poco a poco este acumula crímenes con el mismo apetito angustioso con el que sus seguidores construyen el autoengaño. Es una dinámica misteriosa de miedos insaciables que solo pueden crecer, porque inducen violencia y rencores. Hasta que un día la espiral colapsa, cuando el terror acaba con el miedo, y abre las puertas de la furia.

¿Para qué esperar hasta entonces? ¿Para qué esperar a que el demagogo y sus hordas cautivas arrasen con la civilización y la humanidad? Hay que detenerlos temprano. Cuando no se hace, acumulan excesivas páginas en la historia humana (páginas que son sangre y vómito) gente como Mussolini, Hitler, Castro, Chávez, Ortega, Stalin, y tantos otros.

Por eso me parece inconcebible estar en contra de Ortega y no estar en contra de Trump o cualquiera de la misma calaña. Demagogos al fin, demagogos todos, monstruos construidos con las sombras más densas del alma humana.

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