La historia reciente, la historia en curso, muestra los embates de una tensión vehemente entre la complejidad de la vida política de las sociedades y la tendencia de las multitudes a aceptar y guiarse por consignas fáciles que omiten los matices de la realidad, e impiden pensar en soluciones más allá de la retórica barata: la formación intelectual de los pueblos va en rezago del desarrollo tecnológico de las comunicaciones, e incluso de los derechos políticos que justamente se reclaman en todas partes.
Es un problema grave, con implicaciones prácticas potencialmente devastadoras para la civilización. Y el lenguaje, que debería ser un puente entre los logros de la ciencia y el avance de la racionalidad en la vida diaria, se vuelve a veces un escollo, o algo peor: un ancla que detiene el avance del entendimiento.
En la política, por ejemplo, palabras como «capitalismo» y «socialismo» o «comunismo» o «izquierda» y «derecha», han quedado reducidas a códigos de odio o afecto, a atavismos, nostalgias o resentimientos. A muy poco. A todo, menos a lo que fue la intención de sus creadores, la de disponer de conceptos para digerir analíticamente la información. Y como las redes sociales hacen de cualquier opinador un personaje con autoridad, lo que hoy en día se oye y se lee en ellas es con frecuencia una cacofonía espantosa de insensateces, prejuicios, y afirmaciones temerarias.
Esta es una realidad agobiante, abrumadora para quienes creen en el debate racional como mecanismo necesario en la construcción de sociedades que nutran un hábitat acogedor para la inteligencia y la felicidad humana.
Es caminar contra una ventolera incesante, forzados, demasiadas veces, a atravesarla antes de poder cultivar los diálogos que la vida civilizada requiere. De hecho, con demasiada frecuencia se hace imposible sostener tales encuentros, se hace imposible el debate racional, por más paciencia que se aplique en el esfuerzo: para quienes no hay más argumento que un epíteto, el epíteto sella las entradas al pensamiento, a las ideas. Y lo hace con furia, detrás de murallas que se vuelven implacables.
¿Llegamos por fin a la muerte de la razón? ¿No sería esta la suprema, y más trágica, ironía, ahora que la razón puede viajar instantáneamente a todos los rincones del planeta, a través de los medios que la razón ha inventado?
Cosas feas y extrañas ocurren en Estados Unidos después de la elección en la que Joseph Biden y Kamala Harris derrotaron, más allá de cualquier duda razonable, al actual Presidente. Antes de proseguir, vale la pena resaltar que la contundencia de las estadísticas electorales no recibe suficiente espacio en las noticias, quizás por la hiperactividad mediática y el gaslighting goebeliano trumpista.
Las cifras no mienten: la fórmula Biden/Harris lleva una ventaja de cerca de 5.5 millones de votos sobre el candidato perdedor, y un margen de 3.4 puntos porcentuales. En el sistema estadounidense, y dado el perfil moral del público votante, esa diferencia es notable, y dota al ganador de una sólida legitimidad.
Hay que añadir que los Demócratas han superado [50.8% hasta la fecha, y en aumento], la barrera del cincuenta por ciento, que es menos rutinaria de lo que quizás se cree: en cuatro de las once votaciones nacionales de los últimos 40 años, el candidato ganador recibió menos de la mitad de los votos. El porcentaje que viene acumulando Biden/Harris se acerca al cuarto lugar, superado apenas en la reelección de Ronald Reagan (1984, 58.8%), la elección de G.W.H Bush (1988, 53.1%), y la victoria de Obama (2008, 52.9%); es muy probable, a estas alturas, que se borre la diferencia marginal entre Biden/Harris y Obama II (51.1%). [Véase gráfico]
¿Qué está ocurriendo?
El despido de puestos importantes en el aparato de seguridad nacional, como la Secretaría de Defensa (Pentágono), y posiblemente en la CIA. Quizás sean estas «entendibles» como una venganza de sangre para descargar la humillación del Presidente, convertido por obra y gracia de los votantes en la figura que más odia y desprecia, la de perdedor. Menos explicable, y más preocupante, es la ristra de nombramientos –y, según reportan los medios, de aceptaciones– en los puestos que han quedado vacantes, a escasas semanas de salir del poder la actual administración.
¿A quién podría interesarle aceptar un puesto de alto nivel en el Pentágono o la CIA que tuviese apenas 70 días de duración esperada? Irónicamente, la única explicación con lógica política parece absurda: habría, detrás de estas misteriosas decisiones, una intención conspirativa.
Los más paranoicos [aunque a los paranoicos, dijo Kissinger, «a veces los persiguen»] hablan de una conjura golpista. Es verdad que un plan así luce tan insensato que es casi inimaginable. Pero, visto lo visto y visto lo vivido, confieso que la frontera de lo inimaginable me parece cada vez más distante y más borrosa.
La otra conspiración de la que se habla es la de «limpiar» documentación que podría incriminar al actual Presidente y a miembros de su séquito. A lo mejor esta tenga más sentido. Los detalles conocidos de la corrupción en la corte trumpista dan para imaginar que hay mucho más, posiblemente de orden criminal.
O a lo mejor sencillamente todo sea parte de la demencia de un culto, y de la inclinación de su líder para mantener la atención de todo el mundo: «the show must go on«– el espectáculo, el triste y peligroso espectáculo del trumpismo, «debe continuar».
Y ha de continuar: el monstruo es ahora dueño de uno de los dos principales partidos de Estados Unidos, uno de los dos pilares de su sistema electoral.
«Dueño«–repito–y aclaro de que no se trata de una exageración retórica. El caudillo tiene 88 millones de seguidores en Twitter, su arma poderosa de comunicación y liderazgo, con la cual arenga y dirige a su ejército [tampoco «ejército» es una exageración retórica] de fanáticos. Y «fanáticos» es aún menos una exageración retórica que «ejército«, y «dueño«. A la fecha, un trino, un tweet del caudillo, puede hundir a un Senador o Congresista Republicano, con pocas excepciones. Muy pocos en el partido quieren tomar el riesgo de no ser «excepcionales». Casi todos prefieren meter la cabeza en la arena o, peor aún, competir en el grito de consignas y loas al gran líder, como hacen–precisamente– los súbditos del Querido Líder en la dictadura norcoreana.
¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cómo logrará el sistema político recuperar su normalidad pre-trumpiana? ¿Logrará hacerlo? ¿Será posible, como gustan de decir en el mundo anglosajón, «meter al genio de vuelta en la botella»? Estas son preguntas a las que la historia que se haga en los próximos meses y años dará respuesta. Pero hace falta mucha, fresca, e imaginativa reflexión sobre ellas, que encarnan temas y retos nuevos a la sociedad estadounidense.
Yo veo feos augurios en los actos y los discursos del caudillo y sus aduladores. Me preocupa que el estamento político, que ya fue tomado por sorpresa una vez en la irrupción de un sicofante cruel e incompetente, subestime de nuevo el peligro. Me preocupa que la arrogancia del credo excepcionalista estadounidense le impida entender que la ambición humana desatada y bajo el embeleso de un líder mesiánico es capaz de destruir el mejor diseño democrático; que frente a un movimiento fascista no basta ganarles una vez en elecciones; que el impulso vital del trumpismo es arrollar, conquistar, derrumbar las barreras al poder del ungido y al de sus camisas pardas y descamisados. Y me temo que, a juzgar por la experiencia humana y la historia de todas las repúblicas que han vivido y muerto, la lucha por la supervivencia del experimento iniciado por Jefferson, Franklin, Madison, Washington y otros, pueda estar apenas comenzando.
Por más que la irracionalidad parezca indestructible y omnipresente en el actuar humano, no hay que olvidar que existe en nosotros el elemento racional, que nos ha hecho avanzar lo poco o mucho que hemos avanzado en dirección a un mundo menos brutal.
Hay que seguir dando la pelea. Ha sido la pelea de la humanidad hasta hoy, entre la bestia que actúa por hábitos milenarios y es propensa a ilusiones cognitivas, y el ser verdaderamente humano que vamos esculpiendo, con el cincel de nuestra mente racional.
En La Florida, amigos que viven esperando al sol mientras llueve, la racionalidad fue derrotada en la elección de este año. Y sin la racionalidad, la votación democrática no cumple su cometido de garantizar la libertad y abrir la puerta [no garantizar] el buen gobierno.
¿Qué hacer? Hay que preguntarle a una mujer, como dicen en mi adorada tierra, «de ñeque»: fuerte y con los pies en la tierra, de esas que no se conforman con leer la historia sino que la hacen. Su nombre: Stacey Abrams.
Si se pudo en Georgia, no veo por qué no se pueda en La Florida.
«Las turbas trumpistas»… ¡Imagínense lo que es tener que decir esto en Estados Unidos! Y esto es lo que hay, un partido–el Republicano– en colapso total como partido, transformado, como el FSLN, en un culto a la personalidad de un caudillo demagógico que alienta la violencia.
«Las turbas trumpistas» ya amenazan a votantes contrarios, ya se tomaron–armados hasta los dientes–el Congreso de Michigan; entre ellos estaban dos de los que después fueron capturados por planear el secuestro y «juicio» de la gobernadora; ya agredieron en plena carretera al bus de la campaña Biden/Harris, y forzaron la cancelación de dos eventos de dicha campaña, alentados EN PÚBLICO por el actual Presidente de Estados Unidos.
«Las turbas trumpistas» están listas, están «a espera» [«stand by», dijo el actual Presidente]. Hay intimidación de votantes, maniobras legales e ilegales para impedir el voto, y la amenaza del actual Presidente de declararse «vencedor» él mismo [al margen de la ley, que atribuye la certificación de los vencedores a cada Estado de la Unión] antes de que el conteo termine, porque, dice «no es justo» que lo hagan esperar.
«Las turbas trumpistas», son la punta del iceberg, la gran amenaza contra la democracia de Estados Unidos. No estamos en una elección de menús democráticos, estamos entre la vida de la democracia y su agonía.
En medio de esta angustiosa temporada electoral estadounidense, en la que los ciudadanos democráticos de distintas orientaciones políticas luchan contra el populismo neofascista, para impedir que el caudillo que ocupa la Casa Blanca se reelija, y así estabilizar la democracia, y comenzar–tardíamente–a lidiar con la mortandad de la pandemia, me topo en las redes con un comentario que busca centrar el debate en el tema de la legalidad del aborto, presentado—engaño de mercadeo–como el de «apoyar» versus «oponerse» a él.
El comentario cita a una figura clave en el panteón Republicano, el difunto expresidente Ronald Reagan: «Me he dado cuenta que todos los que están a favor del aborto ya nacieron.» Ingenioso. Vale al menos una conversación, pero vale más conversar sobre el uso de esta cita en el contexto político actual, que dista mucho de ser el de hace 40 años. En aquella época, cosas buenas y malas, o muy buenas y muy malas, podrían decirse justamente sobre esa entidad de seres humanos llamada los Estados Unidos de América. Pero no podía decirse que sus instituciones de gobernabilidad, alternancia en el poder, y protección de los derechos políticos aceptados hasta entonces estuviese en peligro, bajo asalto.
Secretos del corazón trumpista
Lo de hoy es otra cosa. Corto de recursos ideológicos que recubran, aunque sea con un velo ralo, su desnudez bestial, el caudillo en la Casa Blanca–un sujeto de moral personal disoluta que va por campeonato–ha echado mano de una improvisada postura «antiabortista» para capturar, o dar excusa, a muchos que de otra manera no tendrían ninguna razón ‘noble’ para seguirlo.
Quedarían, sin poder reclamar el manto de «provida«, desnudos a medio campo, incapaces de tapar sus verdaderas motivaciones: racismo, xenofobia, resentimiento contra los cambios demográficos que van morenizando al país, frustración ante el estancamiento económico que sufren, y nostalgia atávica por «el hombre fuerte«; a otros, claro, una ínfima minoría, se les vería frotándose las manos al borde del éxtasis, ojos y bocas aguadas por la codicia económica: menos impuestos, más ganancias («money talks»).
La «lucha contra el aborto» es eso, un velo ralo, una cortina de humo para otros intereses, y para otros sentimientos. Porque nadie, que no sea la excepción psicótica, está «a favor del aborto«. La discusión política es sobre si el aborto deber ser legal o no; es decir, sobre si las mujeres que abortan deben a ir a la cárcel o no.
No se puede ser provida y ser trumpista
En el proceso electoral estadounidense en curso, el tema fundamental es otro, que también puede discutirse en términos de «vida«: si uno es pro vida (y solo la excepción psicópata que menciono arriba no lo es), lo urgente es sacar del poder al actual Presidente de Estados Unidos, y derrotar de manera abrumadora a su movimiento, asegurarse de que no levanten cabeza. Hacer como hacen en Europa, donde cada vez que la amenaza del neofascismo crece, TODOS los partidos, desde la derecha hasta la izquierda, se unen para evitar que avancen. Lo acaban de hacer en España, en el Congreso de los Diputados: desde el Partido Popular hasta el PSOE, Izquierda Unida y todas las formaciones de centro, de derecha y de izquierda, aislaron a Vox, el equivalente del partido Republicano (más bien «trumpista»). Por la vida, por la democracia, hay que hacerlo en Estados Unidos.
También hay que decir que es una ironía, potable solo si hay ignorancia de la historia, que los partidarios del actual Presidente persistan en aferrarse a la iconografía Republicana, cuando han abandonado casi enteramente la agenda y el discurso del partido de centro derecha que alguna vez fue. Nada ejemplifica esto más limpiamente que el contraste entre la estrategia trumpista, diseñada alrededor de la demonización de los inmigrantes, con la postura mucho más tradicional y, claro, humana, de Reagan, que permitió un gran acuerdo bipartidista sobre la legalización de inmigrantes indocumentados.
«Ronald Reagan and George H. W. Bush querían destruir la nación«.
Tanto él como el primer Bush eran–para que les dé un patatús a los repetidores de eslogan del trumpismo– partidarios de una política de «open borders» con México («fronteras abiertas«). Imaginaban (y lo decían en público, mientras se deshacían en elogios hacia los inmigrantes y la inmigración) que había que crear un sistema en la frontera para que «la buena gente» («the good people») que vive de un lado y del otro pudiera cruzar sin mayor trámite a hacer su vida, a trabajar, a hacer negocios. Qué lejos eso del grito de batalla del actual ocupante de la Casa Blanca contra la «invasión» de mexicanos (entiéndase, latinos) «violadores», que viene, según les dice a sus odiosos seguidores, a «terminar con la nación», a «vender drogas». «Son criminales».
Desde aquel entonces, quienes se oponían al racismo eran tildados de «radicales». En aquel entonces era el partido Demócrata. «¿Qué hay en un nombre?» preguntaría Shakespeare. En este caso, parafraseando al bardo, «racista es racista, llámese como se llame».
No podía imaginarse uno que las insinuaciones racistas de las campañas Republicanas de antaño se convertirían en apoyo descarado a grupos de militantes racistas armados, como los «Proud Boys» [«Muchachos Orgullosos»…¿de qué?] a quienes el caudillo llamó a «stand by» [«estar listos»…¿Para qué?]. Una evolución trágica: el racismo desbocado, libre de las cadenas que buscaron sofocarlo los últimos 60 años–desde que los Kennedy, Martin Luther King, y Lyndon B. Johnson hicieran realidad el comienzo de la era cultural de los derechos civiles–ha costado ya vidas humanas, y costará muchas más si la histeria que predica el actual Presidente se esparce. Ya grita a sus partidarios blancos, el Mussolini estadounidense, que «van [negros, hispanos, inmigrantes] a destruir tus suburbios», «van a quitarte tu carro», «van a desarmarte». Válgame Dios.
¡Viva Daniel Ortega!
Por eso insisto, y aquí termino: nadie puede dar a otros, ni darse a sí mismo, la excusa de que apoya al actual Presidente porque está «en contra del aborto«. Si ese fuera el único criterio, habría que apoyar, por ejemplo, al dictador Daniel Ortega. Nadie que se diga «pro vida» puede apoyar al actual Presidente de Estados Unidos, que ya cuesta tantas, y costaría cientos de miles más, probablemente millones, de seguir en el poder. Y nadie que se diga «pro vida«, «pro Derechos Humanos«, y especialmente «pro Democracia» puede ignorar la evidencia de que el actual Presidente de Estados Unidos viola los derechos humanos con desprecio total; que con desdén olímpico pasa por encima de todas las normas elementales de la decencia, y acumula poder como cualquier vulgar populista latinoamericano.