¿Puede servir la Coalición Nacional?

26 de febrero de 2020

Si los políticos se estuvieran uniendo para no dividir al pueblo en lucha, o para coordinar a sus diferentes partidarios en la lucha contra la dictadura, hoy habría algo que celebrar. Si algún día, por esos avatares del destino, la Coalición sirviese para ese propósito, habría que apoyarla.

Hoy por hoy, desafortunadamente, no es así. Buena parte de la clase política presentó el 25 de febrero un documento que los medios describen como la proclama que lanza una Coalición Nacional. El texto, sin embargo, es mucho más comedido: «…nos comprometemos a continuar trabajando en la construcción de una Coalición Nacional.» Traducción: «no hemos logrado cerrar los acuerdos necesarios para afirmar nuestra alianza».

“Estar, para no estar fuera” (tu utopía es utópica, la mía no)

¿Qué dice la proclama sobre el proyecto? Muy poco, aparte de declaraciones líricas, de esas que sus firmantes descartarían como utópicas si su autor fuera otro. No hay mención de programa, ni mucho menos definición de estrategia. De hecho, no es difícil leer entrelíneas que el anuncio de la unión, y la unión misma, son camisas incómodas para los diferentes miembros de este grupo abigarrado. Para muestra un botón: las decisiones, nos dicen, serán por consenso, no por mayoría de votos. Traducción: la desconfianza mutua es tal, que nadie está dispuesto a participar en la Coalición a menos que tenga poder de veto sobre los demás. La única decisión estratégica en la que todos coinciden es en «estar, para no estar fuera».

Los jugadores del poder

¿Qué motiva esta hambre de pertenecer? Cada organización, cada individuo, racionaliza su postura a su manera, pero habría que ser puerilmente ingenuo para no reconocer la fuerza gravitacional que ejerce el acceso a financiamiento y apoyo diplomático. Además, con la ciudadanía desmovilizada a punta de asesinatos, de secuestros, y de la militarización de la sociedad, los políticos entienden que el juego del poder está donde están los jugadores, la gente como ellos, empujando a codazos para colarse en el Gran Salón tan pronto como se abran las puertas: «hay que estar cerca, no lejos, de la entrada». Oportunismo político, en estado natural.

¿A quién teme la dictadura?

Haga usted el ejercicio mental de colocarse sobre Managua como un dron estacionario, o un satélite, y observe las historias paralelas que ocurren, a metros de distancia, a ambos lados de la rotonda Rubén Darío. Del lado occidental, varias decenas de políticos se reúnen cómoda y seguramente en el edificio de la librería Hispamer. Medios de comunicación simpatizantes anuncian que el edificio está rodeado por fuerzas policiales, pero el evento transcurre sin interferencias ni interrupciones. Mientras tanto, en el costado oriental de la rotonda, la bota militar y paramilitar es aplastante. En un gesto de autoritarismo extraordinario, policías antimotines ocupan en formación de combate el centro comercial en el que ciudadanos desarmados gritan consignas a favor de la democracia. Una cacería humana se desata al interior de la propiedad (privada, valga recordar); hay periodistas agredidos y algunas detenciones. En otras partes de la ciudad, la bota se muestra igualmente aplastante.

El trato diferenciado (tolerante con los políticos de salón, brutal con los ciudadanos que quieren ejercer su derecho y protestar en la calle) es revelador, en tanto que la represión obedece a cierta racionalidad costo-beneficio. ¿A cuál de los dos grupos teme la dictadura? Dígame usted si no lo tienta repetir la frase de Bob Dylan: «la respuesta, amigo mío, flota en el viento».

¡¿Quién me dijiste que estaba?!

Mientras tanto, la ciudadanía, los cientos de miles de cuerpos y almas que antes ocuparon las calles de Nicaragua exigiendo la renuncia del dictador, se ve reducida—por el momento—al papel de espectadora.  Siente, en muchos casos, un deseo intenso de creer en la unidad que dicen construir los políticos de la Coalición. Pero hay un aire de amargo escepticismo en el ambiente. Hay, en algunos casos, decepción. En otros, la reacción es de estupor. La furia contra el régimen se acumula, como el vapor en una olla de presión, pero la gente ha perdido en gran medida la esperanza de una rápida salida de la dictadura, la meta por la que más de 500 personas fueron asesinadas en la Insurrección de Abril. 

¿A qué se debe el desánimo? Una simple revisión de la lista de participantes en la ceremonia de lanzamiento de la Coalición Nacional dice mucho al respecto. Se trata de un “Quién es quién” de lo peor de la clase política, individuos y grupos que han dejado un rastro de corrupción financiera y moral a través de las últimas décadas, y que han sido—en muchos casos—constructores y defensores de tiranías, e incluso responsables de que Ortega regresara al poder absoluto en 2007.  Es la basura que queda en la playa cuando se retira la marea con su limpia espuma. Es lo que queda después de que la dictadura, con la complicidad del gran capital y otros poderes fácticos, detuviera la ola del pueblo que intentaba derrumbarla.

Lo hizo, recordemos, a sangre y fuego, mientras los poderosos se negaban a apoyar la lucha democrática y más bien saboteaban los esfuerzos por obtener apoyo internacional efectivo. Lo hizo mientras María Fernanda Flores, esposa de Arnoldo Alemán, dueños ambos del Partido Liberal Constitucionalista, continuaba [continúa todavía] cobrando su jugoso salario en la Asamblea Nacional. Recordemos también que cuando los jóvenes se levantaron cívicamente en 2018 la Sra. Flores y sus compinches intentaron unirse a la foto, y fueron expulsados ignominiosamente; en público–lo vimos todos–los jóvenes gritaban “aquí no queremos políticos corruptos”.  Recordemos también que doña María Fernanda no es el único miembro del clan Alemán que sigue a sueldo de Ortega. Y recordemos que la dictadura es el hijo monstruoso de la corrupción de Alemán, y del pacto con que él compró a Ortega su libertad. Los 600 muertos y más de 80,000 exilados, y todo el indecible sufrimiento del país, son simple moneda de cambio para estos políticos. Todo para que hoy la Coalición presente orgullosa, como miembros destacados, a la Sra. Flores y a su pandilla.  Presentan también, como gran presea, al reverendo Saturnino Cerrato, sempiterno oportunista y pieza del tren de regreso de Ortega al poder absoluto. 

Pero el censo de esta fauna del horror no termina con Cerrato, Alemán y Flores. Estos son apenas los últimos “patriotas” que han visto la luz, y se juntan a figuras cuya presencia ya no sorprende, pero que son también responsables de la tragedia, como el eterno presidente del Cosep, Chano Aguerri y otros a quienes aparentemente los arquitectos de la Coalición esperan que aceptemos y sigamos, porque “en unidad somos más fuertes”. 

Entre ellos, por decirlo así, hay de todo. El grupo abarca, por ejemplo, a antiguos burócratas, militares y ministros del FSLN, participantes en la primera dictadura.  En la mayoría de los casos se trata de individuos que ni siquiera muestran contrición por los abusos cometidos bajo su anterior gestión. Muchos de ellos, según múltiples fuentes, pertenecen a la camada de nuevos ricos que dejó la piñata de 1990.  Y si algo peor puede achacárseles, es que nunca lograron abandonar el hábito autoritario, el reflejo leninista del Dirección Nacional Ordene, y conducen hoy campañas para silenciar a quienes disienten de la Coalición, como antes silenciaron a quienes disentían del FSLN.

Junto a estos antiguos estalinistas se sientan numerosos políticos conocidos ampliamente como corruptos y tránsfugas, unos cuantos jóvenes identificados más cercanamente a la insurrección (una presencia, por escasa, apenas simbólica), más uno que otro político «nuevo», como Félix Maradiaga, y como Medardo Mairena, el líder campesino.

Estos dos aparentan apostar a un «estar ahí, para no quedar fuera» que reclaman como posicionamiento legítimo en vista de la correlación de fuerzas. De ninguno de ellos se conoce—al menos yo no conozco—antecedentes de corrupción o autoritarismo, pero su postura me parece, de todos modos, cuestionable: obedece a un cálculo táctico que es antidemocrático en esencia, porque privilegia la consecución de palancas de poder por encima de la aspiración a que sea el pueblo, los ciudadanos que no entran a los salones ni viajan por las capitales del mundo, quienes decidan el curso de la lucha y el destino del país. En otras palabras, Mairena y Maradiaga han aceptado jugar la política en la cancha y con las reglas de la élite nefasta del país. Variopinto no hace honor a esta mezcolanza insólita de caracteres, unidos en tenue coalición por el cordel del interés.

Insólito también es verlos gritar consignas de rebeldía revolucionaria.

Qué triste y surreal es mi Nicaragua.

¿Y la estrategia?

Repito aquí lo que dije al inicio: Si los políticos se estuvieran uniendo para no dividir al pueblo en lucha, o para coordinar a sus diferentes partidarios en la lucha contra la dictadura, hoy habría algo que celebrar. Si algún día, por esos avatares del destino, la Coalición sirviese para ese propósito, habría que apoyarla.

El problema, objetivamente—apartando las sospechas que merecen la gran mayoría de los líderes de la Coalición, apartando sus culpas sin reconocer, sus crímenes sin pagar, apartando (temerariamente) consideraciones éticas—es que la propuesta que estos políticos defienden, y la única que parece unirlos, es la de ir a elecciones con Ortega.  En días recientes, con sus abundantes recursos financieros y la política de captación y cooptación que dichos recursos facilitan, han intensificado el redoble propagandístico alrededor de dos ejes. 

Uno es que “no hay otra alternativa”.  Esto es, lo dice la historia, una enorme falsedad. Si cada dictadura que surge terminara solo si el tirano acepta elecciones democráticas, habría dinastías eternas en el planeta. Hay que añadir que tampoco es cierto que no haya alternativa que no implique guerra civil. De nuevo, la historia demuestra lo contrario.

El otro eje, una trampa un poco—pero no tanto—más sutil, es reescribir la historia de los últimos 40 años a conveniencia. Según la versión revisada de los hechos, los políticos nicaragüenses dejaron a un lado sus intereses, formaron un puño vigoroso en la UNO alrededor de doña Violeta Barrios de Chamorro, fueron a elecciones libres con Ortega, y acabaron con la dictadura del FSLN. 

Tanto hay de falso en esta fábula, que se hace difícil decidir por dónde empezar a rebatirla.  Permítanme comentar en esta nota apenas su final. No es, como quieren hacernos creer en versión Disney, un final feliz. Más bien es el origen de la actual tragedia: las elecciones del 25 de febrero de 1990 desplazaron a Ortega de la presidencia, a Sergio Ramírez de la vicepresidencia, y al FSLN del control de la Asamblea Nacional, pero nunca lograron despojarlos del poder real, del que se ufanó Ortega al lanzar su infame “vamos a gobernar desde abajo”.  Que lo haya logrado, y que a partir de ahí volviera al poder absoluto, debería ser para nosotros una advertencia tan dramática como los huesos cruzados y la calavera que se coloca sobre las sustancias venenosas.

Pero el nuestro es un caso terrible de repetición de la tragedia por olvido de la historia. Y hay que añadir dos agravantes.  Primero, que el Ortega que sería presuntamente “derrotado” en elecciones libres en el 2021 es inmensamente más rico y tiene mucho más poder represor—y mucha más experiencia—que el Ortega que fue sorprendido por la avalancha opositora hace 30 años. Penden además sobre él acusaciones de crímenes de lesa humanidad que lo exponen, junto a su familia y aliados cercanos, a persecución legal en caso de perder el poder.  Y lo exponen a peores consecuencias ante su mafia de apoyo, si intenta salvar a su familia traicionando a sus secuaces.

Hay que estar claros de esto: Ortega está atrapado en el poder; el carcelero es también prisionero; no puede darse el lujo de ceder; sería un acto suicida. ¿Tiene entonces sentido apostarlo todo, apostar el destino del país y la vida de la gente, a que el dictador vaya a aceptar los resultados de una votación democrática y ceda—no los ministerios y la presidencia—sino el poder real? ¿De verdad creen posible que Daniel Ortega y Rosario Murillo entreguen a sus paramilitares, se desprendan de sus canales de televisión, empresas comerciales, espías, jueces, sindicatos, etc.? ¿De verdad creen posible que los paramilitares, espías, jueces, miembros de CPCs, sindicalistas oficiales, etc., descubran súbitamente que deben su lealtad a “la patria”, a “la ley”, o a “la constitución”? ¿De verdad creen que confiarán en la sociedad democrática, que no sentirán necesidad de que el Padrino de su mafia los proteja?  Si no lo logró la elección de 1990, cuando Ortega aún era visto como legítimo, y no era presa del miedo (razonable, racional) a lo que puede sucederle a él y a los suyos fuera del poder, ¿cómo podemos esperar que lo logre la elección del 2021? 

Los políticos de la Coalición no dan respuesta a estas interrogantes cruciales, que son de vida o muerte. Explotan la angustia y la desesperación del pueblo para vender, sin explicar los términos del contrato, sin entrar en la letra fina, un producto que bien podría ser (yo me atrevo a llamarlo así) una quimera.

Hay muchísimo más que criticar, y muchísimo más que se niegan a explicar, en la propuesta de elecciones con Ortega de la Coalición. Tanto, que uno se pregunta cuál es el verdadero objetivo de la ruta que plantean. Porque no es insensato especular que su estrategia, tal y como está trazada prácticamente desde el inicio de la crisis, puede a lo sumo llevar a un reacomodo entre las élites y algunos rostros nuevos en el Estado, pero no a una auténtica democratización del país. De hecho, “elecciones con Ortega” muy probablemente implique “orteguismo sin (o incluso con) Ortega” y colocar al país en el camino a una posible sucesión dinástica. Para muchos políticos, eso no es un problema mayor mientras puedan acceder a puestos, ministerios, embajadas y resto de prebendas obtenibles en la hacienda-botín.  Para Nicaragua, décadas más de tragedia, de estancamiento, más la carga de la injusticia acumulada en el olvido de las víctimas de la dictadura orteguista.  Porque es difícil (¿imposible?) imaginarse una salida como “elecciones con Ortega”, que no legitime a quienes han perpetrado un genocidio.

¿No quiere esto, pero tampoco se atreve a rechazar la “unidad” que la Coalición dice ofrecer? Pues, entonces, exija desde ya que los políticos que se llaman a sí mismos democráticos (de vieja data o reciente conversión) expliquen el cómo, el detalle de su plan; exíjales que no impidan las sanciones internacionales, sino que empujen para que se amplíen; exíjales que pongan su cuota de esfuerzo los grandes empresarios que dicen ahora ser “aliados” del pueblo democrático. Póngalos a prueba. Exíjales que no abandonen a los presos políticos hasta “la próxima administración” para usar el lenguaje de uno de los más locuaces voceros de la élite política.

Y exíjales sin temor, sin timidez, sin contemplaciones, a ellos y a cualquiera que pretenda “representar” nuestros intereses.

De lo contrario, nunca habrá libertad en Nicaragua.

Un cuento (¿un cuento?)

26 de enero de 2020

La fórmula para la supervivencia de Ortega es esta: elecciones en el 2021 frente a la Coalición Nacional. Por algo es lo que el dictador pidió (impuso) desde el comienzo de la crisis. Y es exactamente lo que los opositores Alianza/UNAB (ahora, por hoy, Coalición, sucias ya las otras siglas) están dispuesto a darle:

Ortega o su designado participan en elecciones, Ortega acepta «perder», pero se queda con todos sus recursos; ya no es presidente, y sin embargo tiene todo el poder represor que antes tenía: todos sus espías y paramilitares, en puestos intocables dentro del Estado, las universidades, los juzgados, en el ejército y policía; sus canales de televisión y muchas otras empresas; y su red de jueces (podría decirse que su propio sistema judicial).

Ellos se encargan de neutralizar, por las malas o las pésimas, a cualquiera que piense en hacer justicia, ahora que «estamos en democracia»; de castigar a todo aquel que «agarra la vara» de que el sandinismo ha sido derrotado.

Ante el mundo, ya es imposible quejarnos: el gobierno ha sido «libremente electo»; la presidenta Cristiana Chamorro pide que seamos prudentes, que «vayamos poco a poco; cada paso nos acerca al sueño de mi padre». El vicepresidente Arturo Cruz (o si no vicepresidente, Canciller) se encarga de calmar a unos pocos escépticos en Estados Unidos y la Unión Europea (aunque la mayoría tachan muy alegremente el «problemita» de su agenda). «Gracias a Dios», nos dice, «los nicaragüenses son muy sensatos y saben que lo más importante es la gobernabilidad. Salvamos el Cafta. Es tiempo de atraer más inversión».

En la Asamblea, el líder de la Coalición, Juan Sebastián Chamorro, ve el poder que esperaba desmoronarse por la deserción de políticos aliados, quienes súbitamente descubren que no pueden oponerse frontalmente al FSLN. Han aprendido que «no es lo mismo estar en la oposición que gobernar; aquí tenemos que asegurarnos de que se aprueben proyectos y de que entre dinero al país; no podemos estar siempre como perros y gatos; los sandinistas son también nuestros hermanos nicaragüenses».

Otros de la ya difunta alianza electoral, como el nuevo alcalde de Managua, Félix Maradiaga, contemplan el espectáculo desde espacios donde esperan construir su base de poder, para después recoger los «tucos» de la Coalición en un futuro proceso electoral.

Van apareciendo cadáveres de exilados que regresaron después de la «derrota» del FSLN. El ministro de gobernación, José Pallais, especula que los asesinatos podrían ser obra de «extremistas» que quieren sabotear la «reconciliación con justicia» (el nuevo lema del gobierno). «No sabemos exactamente, pero no vamos a descansar hasta que esto se aclare, incluso hemos recibido ofertas de asistencia técnica del FBI. Pero que quede claro que estos crímenes no reflejan la voluntad de la mayoría, que todos estamos trabajando para construir un país mejor, por fin en paz; no dejemos que nadie nos desvíe de esa ruta. ¿Se acuerdan cuando la gente gritaba «¿cuál es la ruta?». Pues, esta es la ruta.»

Mientras tanto, Ortega sigue ahí, como el dinosaurio del cuento, más rico que nunca, preparando la elección del Chigüin.

¿Mató a 600? “No importa, inscriba su candidatura”

23 de enero de 2020

Me llega, no se si de alguien o de un sueño, este mensaje de un ciudadano, un ciudadano X.

“A los que insisten en que hay que ir a elecciones con Ortega, a la Coalición electorera que dice que sí, que es para elecciones, pero que no, que no es electorera (¡¿sueñan ser el partido hegemónico del futuro?!), les pido por favor que nos saquen del enredo, que nos expliquen—porque en la calle no se entiende; los minúsculos no tenemos la sabiduría de ustedes, no entramos a sus reuniones; ¡si hasta nos las cambian de país para que no nos arrimemos a preguntar!: ¿Cómo funciona eso de que si vamos a elecciones con Ortega y el FSLN se acaba la dictadura de Ortega y el FSLN?  Por favor, me lo explican d e s m e n u z a d o, paso a paso; ya no sirven esos discursos bonitos que nos hacen sentir fuertes por un momento. Como el de la “unidad”.  ¡Expliquen, por favor!  Entiendan que el que hace una propuesta debe explicarla (a menos que lo que ustedes quieran sea obediencia y “Cayetano es buen muchacho”).

Pero antes, porque esta pregunta es antes, explíquenme por qué para ustedes es ACEPTABLE como candidato cualquier genocida. Esto–sobre todo esto–necesito entenderlo.  Porque a mí me parece que–ingenuo yo; según uno de ustedes pienso “que la mierda es soplar chimbombas»– que cualquier sociedad que acepte el genocidio, una sociedad que diga «¿cometió genocidio? No importa, inscriba su candidatura«, NUNCA podrá tener un sistema decente, de libertad y democracia. Es como que me digan que van a hacer una casa con madera podrida.

Y no me vengan con que «hay que ser prácticos”, que “nuay diotra”.  Con ese cuento se nos ha hecho gorda toda la fauna oportunista que vive del cinismo de la sociedad: los arrastrados del orteguismo y los zancudos del PLC, CxL y el Partido Conservador; los desesperados de la Coalición que ya juran que el próximo ministerio es suyo; los vivianes de siempre, los grandes herederos-propietarios que hacen lo que sea y apoyan a quien sea para mantener sus privilegios… Y bueno, no quiero dejar fuera de nuestro cuadro de honor a los propagandistas que se burlan—como hizo recientemente Gioconda Belli, como hacen otros en sus gavillas y clanes—de la gente que exige un comportamiento ético.  La verdad es que, por más que les moleste, la mayoría de nosotros no somos tan corruptos como ellos.  O sea, no somos santos, claro; pero piénsenlo bien: sencillamente nos levantamos todos los días a ver cómo sobrevivimos honradamente, a como mejor podemos. Seguramente ellos creen que es porque no nos queda más remedio, porque los minúsculos no tenemos las oportunidades que tienen ellos de pegar un mordisco, y que es “pura envidia la de estos resentidos”.

Siento decepcionarlos, pero no es así. Lo que pasa es que para ellos la desigualdad de poder, la corrupción, y los privilegios con que el poder los premia, son tan “normales”, como la idea del “dame que te doy” recientemente defendida con orgullo por Arnoldo Alemán. Es lastimoso, pero han perdido la noción de que hay principios sagrados. De que hay cosas que no se venden ni se compran porque no tienen repuesto ni remedio, como la vida humana.

De ahí el principio de que asesinos y torturadores comprobados, gente que tiene en su haber crímenes de lesa humanidad, no puede bajo ninguna excusa ser candidato legal en una elección democrática.  No aceptar esto es despreciar la vida de la gente, es despreciar la vida. Y si la vida de otros se puede usar como moneda en una transacción política, entonces ya no hay ningún límite, ninguna moral, ninguna esperanza.

Si el genocidio que ocurrió en 2018 “no importa, inscriba su candidatura” el próximo genocidio será “parte de lo normal”. 

Además, para rematar, damos al mundo este mensaje: “Estos individuos a quienes ayer condenábamos por asesinar 600 ciudadanos desarmados, por decapitar campesinos, por quemar viva a una familia, por secuestrar y hostigar a cientos de personas, hoy para nosotros son candidatos legítimos y legales en nuestras elecciones”. 

¿Qué tal el mensajito?

La decisión inevitable: ¿Cuánto me importa el genocidio?

… Tenés que empezar por el principio, antes de pensar en estrategia.

Tenés que empezar por decidir si querés legitimar un genocidio y un sistema genocida, o no.

De cuánto te importe la diferencia depende el resto.

Si no te importa que haya habido un genocidio, entonces estás dispuesto a decirle a Ortega y su pandilla: «¿Cometió genocidio? No importa, puede inscribir su candidatura.»

Si te importa, y creés que es inaceptable, entonces empezás a pensar en todo lo que puede hacerse para construir un proceso de derrocamiento de la dictadura.

No digás «es difícil». Ya se sabe. De hecho, es horriblemente difícil, es la tragedia impuesta a los nicaragüenses por la ambición de unos pocos.

Pero no es imposible. Y es esencial.

Y la primera decisión que tenés que tomar es si para vos es ACEPTABLE que sea candidato legítimo quien ha matado a cientos a plena luz del día; quien ha torturado, destruido familias, enviado a cientos de miles al exilio.

La decisión es tuya.

Y es inevitable.

«Después desaforamos» [Mentiras perversas, ingenuidad peligrosa]

21 de enero de 2020

Un argumento de quienes proponen ir a elecciones con Ortega es que «después lo desaforamos» (a lo mejor entonces sea el «diputado Ortega») y «después hacemos justicia».

Un lector lo resume así: «Con la mayoría en la Nueva Asamblea se puede desaforar a los criminales y procesarlos.»

Me parece que eso NUNCA ocurriría, por 3 razones.

1. Si hay pacto para elecciones, habrá pacto para después; conociendo nuestra absoluta carencia de hábitos institucionales, no es paranoia asumir que los políticos establecerán acuerdos que les garanticen cuotas de poder. La «Nueva Asamblea» sería una «nueva repartición». ¿Lo duda? ¿Le parece imposible? Revise la historia de Nicaragua en los últimos 100 años.

2. La historia de Nicaragua también enseña–vean, si no creen, lo que pasó después de 1990; vean, de hecho, cómo fue construyendo su camino a la presidencia Daniel Ortega– que las coaliciones parlamentarias «reformadoras» no sobreviven a los golpes de dinero e intimidación de los poderes fácticos: habrá algunos–o muchos– que entrarán a la «Nueva Asamblea» como antisandinistas, como reformadores democráticos, y terminarán abandonando la causa; la historia sugiere que su «unidad» se desintegrará tan pronto como empiecen las amenazas, y sobre todo, los «cañonazos» financieros.

3. El FSLN conservaría TODO, hasta los paramilitares; en la nueva «Nueva Era» sus sicarios se encargarían de asesinar a quienes «agarren la vara» y exijan que se profundicen los cambios y que se haga justicia. ¿Lo duda? ¿Le parece imposible? Revise la historia de Nicaragua en los últimos 30 años.

Nada de esto quita el sueño a los ambiciosos que se empecinan a ir a elecciones con Ortega. O son privilegiados, y quieren conservar sus privilegios, o quieren serlo: se sueñan en la vida de los burócratas y políticos que a partir de 1990 asumieron embajadas, ministerios, altos cargos, y con ellos las prebendas que desde pequeñas a grandes satisficieron su mediocridad material y moral.

Blog de WordPress.com.

Subir ↑