La crisis de Estados Unidos

Estados Unidos es un polvorín:

Un movimiento neofascista en ebullición, el trumpismo, que tiene su propio culto a la personalidad, la sumisión ante su Comandante Supremo;

la continua incitación de este a la violencia y el miedo (a los inmigrantes, a los negros, a los hispanos, a los judíos);

una mayoría anglosajona armada hasta los dientes (33% de la población acumula todas las armas de fuego, incluso de guerra;

hay más armas que población en Estados Unidos); una crisis social y económica sin precedente en los últimos 100 años;

tensiones raciales azuzadas desde la Presidencia;

brutalidad policial que ya agota la paciencia de las comunidades más afectadas, y de mucha gente de buena voluntad y espíritu pacífico;

un gobernante impopular que quiere reelegirse y busca deslegitimar el proceso electoral a toda costa, y de impedir el voto de las minorías étnicas a las que ataca;

un gobernante que insinúa, perversamente, que podría no reconocer el resultado electoral si le es adverso, porque según dice a sus seguidores «la única manera de perder es si nos roban la elección».

Y hay mucho más.

El país es un polvorín.

Los que piensan que esto es un juego de fútbol donde uno escoge su equipo y lo único que cuenta es ganar, o los que se han convencido a sí mismos de que la oposición al ocupante de la Casa Blanca es un capricho ideológico en el molde de la Guerra Fría, o una conspiración de extremistas: tengan cuidado, que aquí podemos perder todos, no solo los residentes en Estados Unidos, sino el mundo entero.

Porque la violencia en este país, y la erosión de su democracia a manos del movimiento neofascista del actual Presidente, incluso el peligro de que la democracia colapse, afectan al planeta entero. Estos peligros son muy reales. Es más fácil comenzar un incendio que apagarlo.

No sean insensatos.

Hay que evitar que sigan en el poder estos energúmenos, irresponsables y corruptos, que se parecen más a Chávez, Ortega, Franco y Mussolini, que a los políticos tradicionales de sistemas democráticos. A los buenos y a los malos.

En Venezuela, «colectivos», en Nicaragua, «turbas», en Estados Unidos, los «maga».

La estupidez antirracional del trumpismo es una amenaza a la democracia y a la vida de la población en Estados Unidos. El aspirante a dictador incita a sus turbas (que financian sus aliados en la plutocracia) a que salgan a las calles y se aglutinen, a que desobedezcan y hagan desobedecer a los gobernadores que han decretado medidas de distanciamiento social para combatir la pandemia.

Esto es difícil de explicar, pero para Trump es motivo de orgullo. «I think they’re listening. I think they listen to me,» dice, «creo que escuchan bien, creo que me escuchan a mí», se jacta. Y no se equivoca, lo escuchan bien. Lo escuchan, de hecho, como si no existiera otra voz en el mundo.

Es el mundo del «MAGA» (del «hagamos grande ‘de nuevo’ a Estados Unidos») el mundo del odio y de la ignorancia, del culto a la personalidad del matón de patio, del rechazo a la racionalidad, a la ciencia, y a la humanidad, en colisión con las instituciones democráticas, y peor, en colisión con las medidas que los científicos aconsejan para proteger la vida humana ante el Coronavirus.

Díganme los venezolanos si no les recuerda esto a los colectivos chavistas; nicaragüenses–díganme–si no les recuerda a las turbas; debería también recordarles a los cubanos las movilizaciones «de repudio» que organiza su dictadura.

Lo que separa a estos grupos no es su mentalidad, sino el grado de poder que poseen en cada país. Hay que derrocarlos ahí donde detenten el poder de manera absolutista. Y hay que impedirles que se fortalezcan más en Estados Unidos, antes de que causen más daño, un daño que–por ser este país la primera potencia mundial–sería mucho mayor del que son capaces monigotes minúsculos como Ortega, Maduro, y el heredero de los Castro, de cuyo nombre (imagínense) no me acuerdo.



China, Trump, y el encantador de serpientes (Tres lecciones para Nicaragua)


4 de abril de 2020

El gobierno de China es una pesada dictadura, y tiene las culpas que tiene, haciendo lo que hacen las dictaduras, entre otras cosas inventar su propia realidad a punta de mentiras, y de impedir que la información real circule libre y circule rápido. Pero esa dictadura no gobierna en Estados Unidos.

Trump no es culpable del virus, y no se le puede achacar todo el daño, pero su conducta aberrante impidió que el gobierno de Estados Unidos cumpliera su deber y usara los enormes recursos a su disposición para proteger la salud y la economía del país, durante más de dos meses en los que repetidamente se burló de las advertencias de los científicos y de los organismos de Inteligencia de Estados Unidos con la ayuda del conglomerado noticioso Fox, una fuerza verdaderamente siniestra en la sociedad estadounidense.

Hasta la segunda semana de marzo, casi dos meses después de que el primer caso de Coronavirus fuera confirmado en EEUU ¡el 20 de Enero de 2020!, Trump afirmaba que no había tal pandemia; que se trataba de una conspiración de sus enemigos; que en realidad el virus era igual a una influenza común (para la cual existe vacuna); que quienes hablaban de pandemia querían sembrar el pánico para atacarlo, a él, el mejor presidente de la historia junto a Lincoln; que era todo «fake news» de CNN y el New York Times; que había habido 15 casos y ya solo quedaban 2, pronto serían cero, y que «como un milagro» el Coronavirus desaparecería del país, porque él estaba haciendo «un trabajo maravilloso», al que él mismo asignaba una nota, en la escala de uno al diez, de «diez».

La conducta negligente del Presidente de Estados Unidos continúa hasta la fecha. No daré más detalles porque son públicos, y es otro el interés ulterior de este artículo, y no cansar al lector con un registro de la incompetencia del actual ocupante de la Casa Blanca. Porque, en efecto, Donald Trump es un hombre excepcionalmente inepto para administrar la cosa pública, a consecuencia de deformaciones psicológicas muy pronunciadas: carece de empatía; es un narcisista con delirios de grandeza que recuerda a Mussolini, que actúa con la torpeza de Maduro y crea un mundo paralelo, como la Murillo.

Afortunadamente, hay dispersión en la estructura de poder político del Estado estadounidense. Los gobernadores y alcaldes tienen poder real y recursos propios que, aunque inferiores a los del gobierno federal, permitieron que la sociedad iniciara, a tropezones y empujones, una respuesta racional a la crisis, mientras Trump y sus partidarios montaban su campaña negacionista, su carnaval, y daban tiempo y espacio al virus de instalarse a sus anchas en el país.

Pero no puede haber duda (solo la hay entre los fanáticos que siguen a Trump como el mesías evangélico que acaudalados predicadores protestantes han vendido a sus ignorantes masas): la negligencia de la administración Trump, con el oportunismo de sus cómplices Republicanos, es causa de que miles de vidas que pudieron ser salvadas, y millones de empleos que pudieron mantenerse, se estén perdiendo.

Por una Nicaragua democrática: Hay que dispersar el poder

Para los nicaragüenses que sueñan y luchan por la democracia en nuestros días, las enseñanzas de la tragedia estadounidense son importantes.

En primer lugar, que hay que construir un Estado con poder disperso.
Hay que encontrar la forma en que el gobierno central dependa de lo que han dado en llamar «territorios»; en que departamentos, regiones, municipalidades, tengan fuerzas de defensa civil y recursos propios, y atribuciones constitucionales bien definidas, protegidas de la intrusión de cualquier autoridad central.

Un gobierno central débil, de funciones limitadas, debe ser el norte constituyente de nuestro esfuerzo de fundación democrática.

Cuidado con el encantador de serpientes

En segundo lugar, debemos perder el respeto a los políticos. No digo a la dignidad de las personas, sino a los políticos como tales. El peligro del encantador de serpientes, del individuo que sabe utilizar la psicología del lenguaje para esconder su deshonestidad y cubrir sus intenciones con un manto de nobleza y altruismo siempre es inminente, y siempre es grave.

El momento de atajar a estos sujetos no es cuando ya están en el poder, aunque al poder oficial haya que atacarlo constantemente, para mantenerlo a raya. A los políticos hay que someterlos a la dictadura de la opinión ciudadana desde un inicio. ¡Mucho cuidado con aquellos que invocan conspiraciones en su contra, o falta de comprensión del público, y se dan golpes en el pecho proclamando su humildad y amor al país! ¡Mucho cuidado con aquellos que buscan incesantemente la pantalla! ¡Y mucho cuidado, también, con aquellos que la evitan si no la controlan!

Necesitamos ser expertos en medir la mesura, en evaluar quién merece nuestra confianza limitada y siempre condicional. Para esto, el primer paso es comportarnos como escépticos que han sido quemados por la sopa demasiadas veces, y que de ahora en adelante soplarán hasta la cuajada más fresca.

No más pedestales para nadie. No más cheques en blanco ni apoyos incondicionales, ni fe, ni votos de confianza: «piensa mal y acertarás».
No importa si estuvo preso, si hizo un despliegue heroico alguna vez, si viste uniforme de gloria o hábito de santidad. Debajo de los trapos y después de la valentía queda la ambición humana, esa mala levadura de que hablaba Darío.

Digo todo esto y pienso en personajes que hoy son oposición pero mañana serán gente de poder en el poder. Algunos de ellos me hacen recordar la anécdota según la cual Luis Somoza dijo de su hermano Anastasio que «lo difícil no es que suba, lo difícil es que baje«. ¡Hay que estar alerta! Y para estar alerta, precisamos desoír a las sirenas que cantan «¡no hablemos de estas cosas hoy, no critiquemos, ¡unidad, unidad!, no le hagamos el juego a la dictadura»!.

Todo lo contrario: la dictadura caerá, tarde o temprano. Será más temprano si depuramos las filas de la oposición de los más peligrosos oportunistas, de los más ambiciosos. Tendremos después democracia, y no una nueva dictadura, si hoy, no mañana, cuando ya podría ser demasiado tarde, ejercemos nuestro derecho a la crítica implacable frente a los políticos.

Si quieren trabajar para nosotros, que sepan que somos jefes inflexibles, insoportables, que no vamos a permitir que se nos robe, por omisión o comisión, ni un centavo, ni una gota de sudor, ni un solo destello de la luz de nuestros sueños. Si no pueden aceptar el trabajo en esas condiciones, que sepan que sus lloriqueos serán inútiles, y deben buscar otra ocupación.

Política y religión

Una tercera enseñanza es que hay que separar la religión de la política. La fe sincera es una fuente inagotable de esperanza y gozo, aun en las peores condiciones materiales. De la fe nace una fuerza que va más allá de músculo y dinero. La fe puede mover montañas. Pero lo hace desde el corazón, desde lo más íntimo, y ahí es donde debe cultivarse, crecer, y ser guardada.

Hay que desconfiar de los políticos que la invocan en público, porque si lo hacen, no es para bien. Una fe sincera, benigna, no puede sino expresarse a través de la bondad, a través de las acciones. Para ser fuerte, un hombre de fe no necesita gritar ante las cámaras la palabra Jehová, ni la palabra Dios, ni la palabra Alá, ni ningún nombre que en su cultura represente la deidad suprema. Quienes esto hacen, buscan más bien ocupar–yo diría que hasta sacrílegamente–un lugar en la mente del oyente, junto a la fe de este; quieren que este asocie al político con su fe, con su religión, con su Dios.
Se trata de una manipulación clásica, parte de la psicología del lenguaje de que hablaba antes. Así que, repito: hay que separar la religión de la política, quitar el tinte religioso al discurso político, impedir que la codicia humana representada en la lucha por el poder corroa la espiritualidad y la explote para fines macabros.

Nótese que hay otro aspecto del asunto que es esencial, y que solo mencionaré: para ser ciudadano no es requisito tener fe religiosa, mucho menos pertenecer a una religión organizada. A nadie puede negársele derechos humanos (que eso son los derechos ciudadanos) por no creer en Dios, o por creer en Dios de una manera diferente a la mayoría. De eso se trata el estado laico: un pilar de libertad; no es accidente que los peores regímenes, incluyendo el de Rosario Murillo en Nicaragua, exploten una religión, o hasta la inventen.

Trumpismo y orteguismo, dos variedades del mismo virus


3 de abril de 2020

Sigo de cerca las acciones y políticas del gobierno de Estados Unidos, e incluso observo el proceso de formación de políticas, y de las estrategias que los políticos emplean para hacerlas avanzar. No hago afirmaciones caprichosas ni basadas en banderas, ni mucho menos en puntajes de encuestas. Procuro, aunque no soy imparcial, ser objetivo. Por eso, independientemente de mis simpatías (o, en este caso, antipatías) afirmo basado en los hechos una conclusión que los hechos me impiden pasar por alto: lo de Trump ha sido y sigue siendo negligencia criminal.

El ethos de Mr. Trump no dista mucho, para dar ejemplos que quizás sorprendan a la distancia, del de Rosario Murillo en Nicaragua, o el de Jair Bolsonaro en Brasil. [Este último ha declarado, sin sudar vergüenza, que «hay que enfrentar el virus, pero como hombres, no como mocosos» y que, aunque hay que cuidar a los viejos, «el empleo es esencial; y es la vida, todos nos vamos a morir…» ]

En el caso de la comparación Trump-Murillo, la diferencia fundamental es que el Presidente de Estados Unidos de América no tiene el poder absoluto. Afortunadamente, las defensas estructurales de la democracia estadounidense han sobrevivido, aunque golpeadas, el embate del populismo trumpista, que prácticamente transformó un partido de centro-derecha, o derecha democrática, el partido Republicano, en una marabunta neofascista con tintes de integrismo religioso, que se deleita en el desdén de su caudillo por las minorías étnicas y sexuales, los inmigrantes, las mujeres, los intelectuales, los periodistas, y cuanto grupo le parezca representar «debilidad».

El paralelo entre el discurso de Trump y el culto a la superioridad y a la fortaleza étnicas del arquetipo nazi es escalofriante. Este hombre no es apto para gobernar un país como Estados Unidos, que es la imagen del mundo, con toda la diversidad humana habitando, en relativa paz, y relativa dificultad, su territorio.

Trump carece además de equilibrio mental y emocional. Sus rasgos narcisistas y sus delirios de grandeza van mucho más allá de la vanidad que es común entre políticos de alta ambición. Esto se hace cada vez más evidente a medida que la presión de la crisis global revela el alma de los líderes.

La respuesta del jefe del Poder Ejecutivo de Estados Unidos a la amenaza de la pandemia está causando una destrucción que él más bien tenía la obligación, y el poder, de evitar, tanto en vidas como en bienestar económico. Ningún presidente de EEUU, ni Republicano, ni Demócrata, se ha comportado jamás tan incompetente e inmoralmente en medio de una crisis. Nunca, un diario de prestigio nacional, como el Boston Globe, se había atrevido a publicar un editorial afirmando que «el presidente tiene sangre en sus manos». Nunca había tenido que atreverse.

Pero los hechos son los hechos. En este caso están clarísimos, muy bien documentados y públicos, para quien quiera ver. El que no quiera es, ni más ni menos, como un fanático orteguista que repite la narrativa de «golpe» y para quien no importan videos, fotos, ni documentos, porque su «comandante» lo es todo, como para los trumpistas Trump es «enviado de Dios».

Las comillas las coloco porque muchos de ellos usan esa frase, que ha sido promovida desde el púlpito por numerosos pastores evangélicos. Este es un fenómeno extraño, y que revela una enorme hipocresía, ya que los acaudalados líderes del evangelismo han sido farisaicamente estrictos con otros políticos estadounidenses, cuando estos fueron descubiertos transgrediendo sus códigos morales; pero en el caso de Donald Trump, y su largo historial de corrupción personal y comercial, los pastores repiten, iluminados, que «Dios se sirve de hombres imperfectos».

¿Qué más agregar? Que si bien me produce escalofríos observar la similitud en la estructura mental de trumpistas y fascistas, más lo hace el entender que el orteguismo representa una variedad del mismo virus.

Los resultados son trágicos. Y me temo que aún no hemos visto lo peor, ni en Estados Unidos, ni en Nicaragua.

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