Sobre pólvora y esbirros (democracia y liberalismo político)

Junio 14 de 2020.

Las tensiones sociales, por razones económicas, étnicas, y–esto puede ser determinante– generacionales, se han venido acumulando desde hace años en Estados Unidos. Las caricaturas ideológico-partidarias que hacen algunos [que hablan de la protesta social estadounidense en términos similares a los que usa la Chayo Murillo de Nicaragua para describir el descontento popular] provienen del fanatismo, ciego a la evidencia, o del desconocimiento involuntario de esta. ¡Hora de despertar la voluntad de saber, por el bien de todos!

A los fanáticos no hago ninguna recomendación, por aquello de la pólvora y los zopilotes. Pero a los que no conocen bien la sociedad estadounidense, no conocen la experiencia y no conocen los datos, les aseguro: no es muy difícil validar mi afirmación. Encontrarán que la crisis de Estados Unidos es profunda. Que el sistema político, diseñado con bastante acierto para asimilar circunstancias y mentalidades cambiantes y diversas, y traducirlas a transiciones pacíficas, está bajo un enorme estrés, atraviesa una prueba muy difícil.

¿Conseguirá superarla? Hay, de hecho, indicios positivos en los numerosos cambios que empiezan a gestarse en las leyes locales, estatales y federales. Es posible (yo quisiera decir «probable«) que por esa vía se dé una reforma sustancial, una modificación importante, revolucionaria incluso, en las relaciones sociales, a través de la transformación de leyes y costumbres. Ha ocurrido antes en este sistema.

El reto, sin embargo, es de gran envergadura, ya que, con la excepción del conflicto que llevó a la Guerra Civil en los 1860, no había ocurrido en Estados Unidos otro que fuera empujado y explotado por un movimiento tan poderoso como el trumpismo; un movimiento que atentara–como hace este– contra la inspiración (cultural y políticamente) liberal de los pilares del sistema.

Esto es grave, porque no existe democracia sin liberalismo político, lo cual no quiere decir que el gobierno de turno en un sistema democrático no pueda pintar con tintes diferenciadores sus políticas económicas y sociales, desde socialdemocracia o socialismo democrático hasta centroderecha o mercadolibrismo; pero sí, quiere decir que todo gobierno democrático está obligado–para la supervivencia del sistema–a respetar los derechos fundamentales del ser humano, que en el caso de Estados Unidos fueron enumerados, con tinta que se creía indeleble, en su Constitución.

Por ejemplo, un gobierno democrático no puede pasar por encima, bajo ninguna circunstancia, del derecho que tienen los ciudadanos a reunirse pacíficamente y protestar, como hizo Trump en la ya tristemente célebre fecha de Junio 1, 2020. No puede, un Presidente democrático en un Estado federal, amenazar a los gobernadores estatales (libremente electos por sus ciudadanos) con una invasión del Ejército Nacional si lo desobedecen. No es permisible que un Presidente democrático pretenda hacer del Ejército Nacional un instrumento de su poder personal. No puede–y afortunadamente los militares de Estados Unidos le han negado esa oscura predilección hasta la fecha–someter las armas a los caprichos del hombre fuerte. Tampoco se puede permitir, como abiertamente ha hecho Trump, que el Presidente de una nación democrática y de leyes llame a sus partidarios a la violencia, a la Policía al maltrato de detenidos, y a las fuerzas del orden en general a «dominar» a los ciudadanos que ejercen su derecho a la libre expresión, usando por excusa la necesidad (que nadie niega) de impedir que grupos paralelos a las protestas–o incluso, si son salidos de las protestas– aprovechen el desorden para cometer crímenes. No es permisible que un gobernante democrático dé apoyo moral a manifestantes que gritan «ningún judío va a reemplazarnos» ni a afirmar, comentando sobre la agresión de un grupo de neonazis en contra de manifestantes pro-derechos humanos, que «hay gente muy nice en ambos grupos«. Pero lo peor, lo que realmente asusta, es haber visto alrededor de la Casa Blanca, traídos ahí bajo las órdenes de Trump, a soldados, armados hasta los dientes, que no portaban ninguna identificación y de hecho se negaban a identificarse a los reporteros.

¿Cómo los llamaríamos en otros países? Pues, por supuesto: paramilitares. O peor. Por eso cito la advertencia que hace el comentarista Mario Burgos, y que alude a la temida posibilidad de que los conflictos actuales no se solucionen a tiempo por vía institucional. «Solo falta«–dice Burgos– que uno de los esbirros de Trump mate a alguien para que esto reviente. Espero que guarde sus perros antes de que sea demasiado tarde

De aquí envío al lector a los primeros párrafos de este texto: las tensiones acumuladas son profundas, las heridas sangran, la frustración ha venido en aumento, y con ella ha decaído la fé de algunos en soluciones institucionales; los jóvenes, en particular, exhiben ya bastante hastío ante el mundo que los adultos aceptaron secularmente como «normal«. Por otro lado, hay duros choques al interior del aparato estatal, que ya incluyen: un cisma entre Presidencia y Fuerzas Armadas, la casi paralización del Legislativo por el temor que los senadores Republicanos tienen al poder populista de Trump (el clown que creyeron poder manipular convertido en Godzilla); enfrentamientos públicos de muchos Gobernadores con la Casa Blanca, mientras otros prestan a Trump tropas de sus respectivas Guardias Nacionales para ir a Washington, D.C. a ejercer la labor represora que el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas se niega a llevar a cabo.

En suma, un potencial polvorín. No porque se trate de Estados Unidos y de sus tradiciones deja la pólvora de ser pólvora. ¿Puede evitarse que esto «reviente«, para usar la expresión de Mario Burgos? Por supuesto, hay mecanismos, hay esperanza, y hay la voluntad de millones de seres humanos. Pero la historia es impredecible, y a veces la bala disparada por un idiota, por un esbirro, puede cambiarla.

Afortunadamente, como dijo el escritor Carlos Alberto Montaner en un artículo reciente («Disturbios para un perturbado«, Cibercuba.com, 6/6/2020) «las elecciones están a la vuelta de la esquina«.  Fortuna (o Providencia) nos da una oportunidad de rescatar la democracia de su crisis, de salvarla del corrosivo y volátil populismo trumpista. Hay que aprovecharla.

Aclaración

Junio 8 de 2020

Tengo que aclarar, porque parece que alguna gente no entiende mi sarcasmo:

No, el General Colin Powell no es ni comunista ni sandinista.

No, Mitt Romney (senador, y ex candidato Republicano a la Presidencia) no es ni comunista ni sandinista.

No, George Will (famoso editorialista conservador) no es ni comunista ni sandinista.

No, el General James Mattis (ex Secretario de Defensa de Trump) no es ni comunista ni sandinista.

No, el General John Allen (ex comandante de las fuerzas armadas de Estados Unidos y aliados en Afganistán) no es ni comunista ni sandinista.

No, el general John Kelly (ex jefe de Personal del Presidente de Estados Unidos) no es ni comunista ni sandinista.

No, el Almirante Mike Mullen (ex jefe del Estado Mayor Conjunto bajo Bush hijo y Obama) no es comunista ni sandinista.

No, el General Martin Dempsey (ex jefe del Estado Mayor Conjunto bajo Bush hijo) no es comunista ni sandinista.

No, William Perry (Secretario de Defensa bajo Clinton) no es comunista ni sandinista).

No, el Almirante James Stavidris (ex Comandante Supremo de la OTAN) no es comunista ni sandinista.

No, el Almirante William McRaven (ex Comandante de Operaciones Especiales bajo Obama) no es comunista ni sandinista.

No, Leon Panetta y Chuck Hagel, Demócrata uno, Republicano el otro, ambos ex Secretarios de Defensa, no son ni comunistas ni sandinistas.

No, Ash Carter (ex Secretario de Defensa bajo Obama) no es comunista ni sandinista.

No, el General Mike Hayden (ex Jefe de la CIA y de la NSA bajo Bush y Obama) no es comunista ni sandinista.

Tampoco es comunista o sandinista el escritor Carlos Montaner, quien se preguntaba, preocupado, si se podría destituir a Trump por incompetencia mental, bajo la enmienda 25. Concluyó que era improbable, pero que afortunadamente, vienen las elecciones.

Ninguno de estos es terrorista o chavista; no son conspiradores que odian a Estados Unidos, ni políticos compitiendo por ningún puesto. Tampoco son tontos, ilusos, de quienes las supuestas fuerzas tenebrosas del «socialismo» financiado–dicen los de las teorías conspirativas–por George Soros y el fundador de Microsoft, Bill Gates, pueden aprovecharse.

Esta ya larga lista es una lista apenas parcial de gente de ese calibre que tiene algo en común: todos advierten del peligro para la democracia que representa Trump. Todos condenan su conducta desde que empezaron las protestas por el asesinato de George Floyd. La mayoría de ellos, además, ha dicho lo que sus colegas en servicio activo no pueden decir en público: el Ejército de Estados Unidos no está dispuesto a convertirse en las fuerzas armadas de un aspirante a dictador. De hecho, reportes periodísticos serios, de fuentes múltiples, indican que el alto mando militar ha hecho retroceder a Trump, por el momento, en su campaña para militarizar el país.

Así que aclaro, para los que no captaron el sarcasmo en un escrito anterior, y los insto a reflexionar un poco lo que esta lista significa.

Háganse, quienes no paran de hablar de las conspiraciones «socialistas» contra el actual Presidente, un favor: revisen de nuevo la lista, mediten lo que implica; no queden en ridículo.

Y háganos al resto un favor muy grande: no estorben la conversación racional y civilizada, porque los problemas de la sociedad son difíciles y complejos, y hoy en día tenemos, todos, la oportunidad y la necesidad de hacernos oír y de construir las soluciones de manera democrática.

El asesinato de George Floyd (algunas reflexiones sobre el racismo en la cultura mestiza)

Acabo de ver una frase de esas que revelan más de lo que dicen, que vienen del subconsciente de una cultura, y que se escapan como un lapsus linguae, un desliz freudiano.

En este caso, la cultura es la nuestra, la cultura de millones de mestizos triples: europeos-indios-negros. Una cultura atormentadamente racista. Tanto, que niega el tercer elemento del mestizaje, borrándolo explícitamente de la identidad, y se avergüenza del segundo, usándolo como insulto; lo trata además de una manera torpemente incongruente, cuando no hipócrita: en tiempos de rebelión habla del indio valiente, y viva Monimbó y su coraje, y otras melosidades conmovedoras. Pero en los distintos ámbitos de la vida cotidiana, mientras más monimboseño luce el ser humano, menos respeto infunde. A tal punto que la sociedad entera –que desde fuera, al ojo de un observador desapegado del prejuicio nativo, luce hermosamente mestiza, con múltiples acentos, pero muy india y muy ‘mulata»– padece una carencia de autoestima que la afea y la derrota. Es notoria la facilidad, por ejemplo, con la que el compatriota se esconde tras acentos foráneos y da la espalda a sus raíces. Es también notorio–no creo que esta afirmación sea discutible, aunque algunos quieran fingir sorpresa o enojo– cómo se asocia la apariencia europea con la respetabilidad, con la belleza, y hasta con la bondad, por ser muy humana la asociación de esta con la anterior.

De todo esto hay que hablar, porque es parte del problema nacional: sin autoestima no puede haber progreso, ni puede haber autogobierno efectivo, ni democracia. Sin autoestima siempre se anda en busca del favor extranjero, de la solución que nos traiga el gringo o el europeo. ¿No es esto lo que hemos vivido desde que–en 1838, no en 1821 como por error creen muchos–se declaró independiente Nicaragua? ¿No es esto lo que todavía vivimos?

De esto hay que hablar, y mucho.

Que nos sirva de arranque la frase a que he venido aludiendo, y que a continuación transcribo y comento. Tiene que ver con el asesinato del Sr. George Floyd en Estados Unidos a manos de un policía que lo torturó a la vista de todos por más de 8 minutos, hasta dejarlo muerto en la calle, frente a la cámara de una joven ciudadana que rescató la fatídica escena para juicio e indignación de la gente de buena voluntad del país y del mundo.

Aquí la frase, que yo encuentro aterradora: «algo tuvo que haber hecho la víctima para que él lo detuviera (y) también se destruyó la vida de ese oficial». Quiero advertir que no conozco personalmente a la persona que escribió estas palabras; de hecho, no sé absolutamente nada de ella, pero veo su foto y es innegable que en sus rasgos viven la América indígena y África, y sabrá Dios qué otro continente. Sin embargo, es difícil juntar más racismo eurocéntrico del que la frase resume densamente, elocuentemente. Es un lapsus freudiano, una ventana que la tempestad social abre de golpe, por un instante, y deja ver el fondo de nuestra psiquis colectiva.

«Algo tuvo que haber hecho la víctima» claramente implica que el Sr. Floyd tiene, aunque sea ‘en última instancia’ culpa de lo que le pasó. De entrada, da el beneficio de la duda al asesino de uniforme. El negro–parece asumir, sin denotar más información sobre este ser humano que la clasificación étnica–debe haber cometido algún crimen; de lo contrario, no hubiera ocurrido su muerte. Elimina así la presunción de inocencia (elemental para la Justicia), y carga los dados a favor del asesino, por el simple hecho de que su víctima fue un negro. Este es precisamente el patrón en los jurados anglosajones de Estados Unidos, y es una de las razones por las que muchos policías creen tener carta blanca para matar afroamericanos, y más generalmente gente de piel morena.

Cierro mis ojos, y el dinosaurio no está

Decir «algo tuvo que haber hecho la víctima» después de que el video de su tortura y muerte ha circulado por todas las redes sociales, por todos los periódicos y canales de televisión del mundo, después de que ha conmovido a la opinión pública internacional y agudizado la crisis política de Estados Unidos, demuestra una resistencia pétrea a contemplar la mera posibilidad de una injusticia en el incidente. Se trata de una forma de negacionismo desesperado que revela también mucha fragilidad moral. El terror de quien así reacciona no es solo a abrir los ojos y reconocer las crueldades que ocurren en su entorno, el infame dinosaurio; es pavor a verse en el espejo y reconocerse hermano de la víctima. Peor aún, miedo a volver los ojos hacia adentro y examinar su propia conciencia; pavor a entender el fondo y la fuente de su inseguridad, de los complejos que ha dejado la historia clavados en el alma colectiva como un puñal oxidado.

George Floyd destruyó al policía

La segunda parte de la frase es quizás más atroz, pero calza tan perfectamente en el molde, que aunque azote la sensibilidad del lector ya no toma a este por sorpresa: «también se destruyó la vida de ese oficial«. Es decir, no solo es, el Sr. George Floyd, culpable de ‘algún crimen’, porque «algo debe haber hecho«; no solo–de esa manera–causó indirectamente su propia muerte, sino que arruinó, «destruyó» la vida de su asesino. Un lector despistado podría creer que Sr. Floyd está vivo y que fue él quien mató al policía.

Que entre la luz, que cese la violencia: abramos los ojos y el corazón

Ni una palabra de compasión para el asesinado o su familia. Todo el pesar se reserva para el hombre que lo torturó y ejecutó. Queda uno incrédulo, pasmado, lamentándolo todo: la tortura y asesinato de un hombre que en ningún momento representó peligro alguno para sus captores; la parsimonia con la que las autoridades rumiaron el arrestar o no al policía asesino y sus cómplices; la violencia que este hecho representa, en sí y como parte de una cadena interminable de asesinatos similares; la violencia que estalla en la sociedad, violencia que como todo aluvión arrastra en su camino lo limpio y sucio, lo corrupto y lo puro, pero que no habría explotado si no fuera por el justo descontento que se acumula como un magma en la opresión de los negros y otras comunidades ‘de color’; el fariseísmo de quienes afectan santa indignación ante los crímenes (robos y saqueos) que manchan los bordes de la revuelta, pero callan–porque comparten sus prejuicios motores–el crimen mayor, el que ha llevado a la muerte a George Floyd, y que mantiene a la población negra en virtual estado de sitio permanente en sus comunidades. Queda uno inquieto, deseoso de hacer entrar la luz al fondo de esa habitación oscura y cerrada donde nuestra cultura, nacida de la opresión y la crueldad, guarda sus llagas, y limpiarla de una vez, aunque duela.

Pestes del siglo XXI [fanatismo, el regreso del ‘hombre fuerte’ y los derechos humanos]

Mayo 19 de 2020

Es prácticamente imposible persuadir con lógica e información a partidarios de movimientos que se nutren de un odio visceral a la inteligencia y marchan gritando las consignas que les da un caudillo.  Su falta de autonomía intelectual es tal que apenas pronunciada la consigna la siguen, hasta el despeñadero si es preciso; parecen desconocer la lógica como el más extranjero de los lenguajes; la información, para ellos, es un libreto, el guion que su líder les hace representar.  Con especial acritud atacan a quienes simbolizan ciencia y razón para el resto de la sociedad. Lo hacen porque el suyo es un odio nacido del miedo: la ciencia y la razón son las hojas de una tijera libertaria, capaz de cortar el mecate que amarra la voluntad del seguidor al designio del caudillo, y crea para aquel una servidumbre abrigadora que le da certeza, fuerza a través de la multitud, una explicación universal para todos sus males, y una solución sin baches a los retos arduos de la vida.  

En Estados Unidos se atraviesa un momento así. ¿A quién se le iba a ocurrir que, de repente, el Dr. Anthony Fauci sería el diablo en todas las conspiraciones absurdas que imaginan los extremistas estadounidenses? ¿Quién hubiera imaginado que una palabra del Presidente de Estados Unidos bastaría para que sus seguidores empezaran a coro a recitar exorcismos contra el famoso epidemiólogo? Esto, después de cerca de 40 años de ejercer sus funciones, bajo gobiernos tanto Demócratas como Republicanos, durante los cuales mantuvo—como buen médico—fuera de vista y conversación sus preferencias partidarias.

¿A quién, en sus cabales, podría ocurrírsele que Bill Gates, el inventor convertido en filántropo, y que junto a un puñado de genios hizo posible la revolución tecnológica de los últimos cincuenta años, se convirtiera de la noche a la mañana en un personaje siniestro, un mefistófeles, un leviatán al que hay que atajar antes de que nos encierre a todos en una prisión totalitaria mundial, tras imponernos su vacuna-veneno y ensartarnos en la mollera un chip a través del cual nos controlaría el perverso (y todavía clandestino) “Nuevo Orden Mundial”?  

Probablemente se escuchen ‘teorías’ más congruentes con la realidad en un manicomio. ¿Y qué defensa proponen ante tan vasta conspiración? Pues, por supuesto, seguir a su caudillo, al hombre fuerte que Dios nos ha enviado [no les miento, lo dicen, no exagero] para impedir la vacuna y el chip. Urge hacerlo, exclaman, porque los invasores ya están aquí, agazapados en el “Estado Profundo”.

Por si no están al tanto, el ‘concepto’ de Estado Profundo se refiere a funcionarios del servicio civil que ‘habitan’ profesionalmente “las profundidades” del gobierno.  Hagan, por favor, el esfuerzo de imaginarse, en lo profundo de sus cubículos, a miles de contadores, auditores, economistas y abogados limpiando y ordenando los chips de Bill Gates.

Esta es la oscuridad de nuestros tiempos, más nefasta que la peste, potencialmente más asesina, posiblemente más difícil de parar.  Es la ignorancia, el hongo oscuro del fascismo que crece sobre la bosta, el odio a la inteligencia, a la libertad, y la fascinación por el padre autoritario, el hombre fuerte que arrastra a sus seguidores a capricho. 

A mí me provoca terror el fenómeno en ciernes, que crece igual pero distinto en diferentes partes y diferentes eras, y ya se ha visto que puede acabar en orgías de sangre.  Puede resumirse así: hombres moralmente pequeños e intelectualmente insignificantes descubren una ruta hacia el miedo y el resentimiento en el corazón de ciertas masas y lo explotan hasta que el resto de la sociedad, por lo general tardíamente y tras dolor extremo, enfrenta el problema como lo que es, como una lucha por la supervivencia.

El apellido del hombrecito puede ser Ortega, Bolsonaro, Maduro, Bukele, Trump, o tratarse—como en Cuba—de un fantoche tan insignificante que cueste encontrar su nombre en la memoria. Pero da igual. Todos estos sujetos son enormemente dañinos. Llegan hasta donde la sociedad les permite, cruzan las defensas que pueden arrollar; aplastan a quienes pueden, como pueden; hacen retroceder el progreso material o lo emplean contra la vida; nos hacen pagar caro el pecado de abandonar a las primeras víctimas, las del famoso sermón del pastor luterano Martin Niemöller que dejo aquí en arreglo de Bertold Brecht:

«Primero se llevaron a los judíos,
pero como yo no era judío, no me importó.
Después se llevaron a los comunistas,
pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Luego se llevaron a los obreros,
pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Mas tarde se llevaron a los intelectuales,
pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas,
pero como yo no era cura, tampoco me importó.
Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde.»

Por eso, aunque no creo poder convencer a quienes ya han caído en las garras de la peste, no puedo–no podemos–dejar de alertar, de prepararnos y denunciar a quienes esparcen la enfermedad para su conveniencia.

Sobre todo, es esencial que evitemos caer bajo el embrujo de nuestro propio falso profeta, de uno que nos protegería del otro profeta, el de ellos. Y no hay que hacer excepciones por presunta conveniencia táctica, o falsa ‘filosofía política’: los derechos humanos no son un ideal, una meta del «después”, en una isla imaginaria llamada Utopía. 

Demasiadas veces he oído decir, a gente que se dice enemiga de alguna dictadura, que defender los derechos humanos «no es realista», que «en teoría están bien, pero la práctica es otra cosa». Demasiadas veces. Porque los derechos humanos no son una aspiración inalcanzable, sino una necesidad intrínseca de la existencia para cada ser humano de carne y hueso. No pueden darse, ni expropiarse, ni renunciarse. No pueden negarse sin negar la condición humana del individuo. Dejarlos “para después”, porque la amenaza de hoy «es otra» es además condenarnos a estar, tarde o temprano, atados al capricho del hombre fuerte que iba a ser nuestro salvador.

Brenes, Estado Laico y el aplastamiento de la Rebelión de Abril.

«Los estudiantes exigen fin de asesinatos y represión para poder dialogar. Esa condición ya fue presentada al gobierno, que aún no cumple. Sin los estudiantes, no hay diálogo.» Esto escribí el 14 de mayo de 2018, y hoy 14 de mayo de 2020 una reflexión post-mortem se me hace imperativa. Sigue aquí, muy brevemente.

Hicieron caso omiso a la demanda de los estudiantes. Prácticamente horas después el cardenal Brenes convocaba a todos a sentarse a «dialogar». Salvaba, de esa manera, a la dictadura. Esto tampoco hay que olvidarlo.

Confieso que no estoy al tanto de los detalles de la dinámica que hizo posible que Brenes pudiera hacer el llamado público en representación de la Iglesia Católica. Quizás me engañe al mencionar únicamente el nombre del Cardenal. Quizás injustamente juzgue, no la responsabilidad de este–puesta en claro, en mi opinión, desde aquel momento y en su posterior conducta–sino la inocencia de otros miembros de la Conferencia Episcopal. Prefiero arriesgarme a cometer la posible injusticia de eximirlos, una falta que –siento– sería más venial que culparlos sin tener suficiente evidencia, aunque fuesen culpables.

Pero, por interés humano, ciudadano y democrático, extraigo de aquel momento esta lección: no puede haber democracia cuando hay que depender de personajes no electos para la resolución de amplios y profundos conflictos sociales. Dejo para otro escrito, habida cuenta de que es el vaciamiento de la institucionalidad lo que llevó a la crisis nicaragüense, reflexionar sobre maneras de legitimar la representación–y ampliarla–cuando se intenta salir de lo profundo del hoyo de la opresión. Por hoy, deseo hacer énfasis en que el problema (para la democracia, y para la democratización) se vuelve más grave aún si la supuesta legitimidad de los no-electos se deriva de un cargo de liderazgo en una iglesia, a la que los ciudadanos pueden pertenecer o no, de la que los ciudadanos pueden gustar o no, por ser la fe un asunto de conciencia íntima, y que para rematar–esto, hemos comprobado, y por esto hemos pagado con sangre y sufrimiento–debe lealtad y obediencia a intereses foráneos, externos a la sociedad. Puesto a escoger, hasta el más cívico de nuestros sacerdotes se ve obligado a seguir las directrices del Vaticano, antes que los deseos del pueblo nicaragüense. Y como bien se ha visto en esta crisis, no podemos asumir que haya confluencia entre ambos. Por eso, lo del «Estado Laico» no es un lujo, ni un capricho ideológico: es una necesidad. Con todo el dolor y la vergüenza que siento al tener que defender esta postura, defenderla siglos después de que las sociedades democráticas del planeta la adoptaran, no queda remedio, hay que tomar el toro por los cuernos y decir la verdad que tiene que ser dicha, si es que vamos a salir de la barbarie.

Demás está decir que los propios religiosos deberían, por fidelidad a sus votos, ser apasionados defensores de esta separación entre poder político y vida espiritual, dado el poder corrosivo de aquél sobre esta, del cual tenemos, lamentablemente, no solo ejemplos ajenos en la distante historia universal, sino abundante prueba en la de nuestro joven país. A mi manera de ver, criado como he sido, en ambiente y escuelas católicas, la fidelidad auténtica y profunda, por ejemplo, al evangelio, requeriría una crítica frontal al poder, y a la mentira que engrandece a este hasta la monstruosidad. Verdad y poder compiten por espacio en la conciencia. Es una escisión lacerante en el corazón humano, con la que todos en un momento u otro debemos contender. He aquí una batalla en la que la espiritualidad de quien humildemente–o sea, inteligentemente–busca la Verdad (no la de quien se ve a sí mismo como privilegiado receptor de una revelación inamovible que a otros discrimina) puede ayudar a que la sociedad se robustezca moralmente y deje atrás lo que un filósofo político inglés asoció con el caos de la desintegración social, la vida «repugnante, brutal, y corta» que aguarda a los pueblos incapaces de un contrato social legítimo.

Por todo esto, tanto los ciudadanos laicos como los seglares necesitamos de la verdad. Todos debemos buscarla. Por eso es que hay que examinar la historia, escarbar, y expurgar la mentira. Este es un reto, repito, para todos. No se puede construir el mundo de paz y justicia que queremos sin transparencia, sin verdad. Y en tiempos como los que transcurren, hay que examinarlo todo con especial rigor, sin quedarse en el umbral porque en la puerta esté el poder, el dinero, un uniforme militar, un hábito religioso, o sencillamente nuestra propia imagen reflejada en un espejo ensangrentado.


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