18 de mayo de 2019
De entrada, me atrevo
a afirmar que nadie sabe cómo va a resolverse la actual crisis política nicaragüense,
por qué accidentada ruta caerá, como caen inexorablemente todos los regímenes
de la tierra, el deleznable reinado de Ortega y Murillo.
Hasta donde llega nuestro
limitado entender, del futuro apenas sabemos esto: probablemente existe. Y empeñados, por fe vital, en creer que vamos
hacia él, trazamos trayectorias en nuestras mentes, dibujamos posibles perfiles
suyos, que inevitablemente cambiarán de forma en el camino. Por eso es legítimo
diferir en los pronósticos que cualquiera se atreva a ofrecer. Por eso la disputa entre defensores y críticos
de la Alianza Cívica es mucho, muchísimo más que un debate sobre estrategias. En
el fondo es una disputa entre dos maneras de imaginar, dos tradiciones, dos historias
en ciernes, dos formas de hacer política y dos visiones del país. Una de ellas, la de los partidarios de la
Alianza Cívica, es –en mi opinión—anacrónica, antidemocrática, elitista; lo
viejo, lo obsoleto, lo arcaico. Del otro
lado, muy imperfecto y aún temprano en desarrollo, está el embrión de la
modernidad.
‘Confíen en nosotros’
Lo viejo exige respeto
a su autoridad, fe sin dudar, obediencia sin cuestionar, y sin reproches. A medida que la crítica a la Alianza sube de
tono y crece en detalle, información y calidad, las fuerzas ultraconservadoras que
la apoyan desempolvan sus cañones, cierran filas, se defienden unos a otros al
punto de que demuestran recelar más de los ciudadanos que demandan sus derechos
conculcados que de la propia dictadura que dicen combatir.
Según estos adultos de la política nica, corresponde
a ellos, exclusivamente, el deber y el derecho a encontrar la “fórmula” que resuelva
el conflicto actual. A puertas cerradas, por supuesto, y con toda la
discrecionalidad que ellos consideren necesaria. Se supone que los demás ciudadanos deben
esperar tranquilos, en sus casas, sin ‘perturbar el clima de negociación’ con
protestas callejeras, y mucho menos con reclamos ‘absurdos’ de
representatividad. “No todo el mundo
puede estar en el palco”, dicen que dijo una vez otro ilustre miembro de las élites,
el Sr. Humberto Ortega.
Por eso, cuando los
ciudadanos democráticos critican su proceder, la vieja guardia estira el cuello
indignada, hace un gesto de anciano honorable herido por la ingratitud del vulgo
y aduce malas intenciones (o estupidez) de su parte. En esto gastan energía diariamente los
operadores de la Alianza: en regañar al pueblo díscolo e insultar a los “radicales”
que demandan transparencia, que exigen firmeza, y sobre todo que advierten acerca
de la deriva antidemocrática de las “negociaciones”.
La defensa ‘victimista’
La postura del escritor
Sergio Ramírez es un ejemplo impecable de este comportamiento. Al responder al comentario de un periodista de
que el régimen de Ortega “sigue atacando a la Alianza Cívica”, Ramírez coloca a
don Carlos Tünnermann, quien por su edad y semblante concita un respeto casi
instintivo en nuestra cultura, como el verdadero blanco de los “ataques”, y astutamente
amplía el cohorte de los ofensores: “El
doctor Carlos Tünnermann, que no sabe ni disparar un arma, está bajo el fuego
del Gobierno y el fuego de gente que,
seguramente desesperada de no ver resultados, — eso puede ser una justificación — dispara contra la Alianza. Es
decir, disparan contra quien deberían no disparar.” “Mucha gente”, dice también Ramírez, “le
dispara a la Alianza Cívica por estar negociando.”
Es decir, la bondad y
la sabiduría, el afán humanitario por buscar una salida negociada, sometidas a
un irracional e injusto ataque. Esto,
por supuesto, es una simplificación tendenciosa de los hechos. La lluvia de críticas contra la Alianza no es
por “negociar”, sino por lo que esconden y pretenden las negociaciones: un
pacto antidemocrático cuya motivación suprema es la estabilidad de los grandes
grupos económicos que se enriquecieron en el concubinato FSLN-COSEP; un magno
acuerdo que, al juzgar por los textos que ambas partes ya han firmado, y por los
descubrimientos y revelaciones de muchas fuentes fiables, sacrifica la
esperanza democrática del país en el altar “idolátrico” –para usar la expresión
del exilado Monseñor Báez– de los
grandes propietarios de ambos bandos.
El teatro del INCAE, el caldero de la
impunidad
Y así prosiguen, entre
quejas y manipulaciones, el absurdo y la exuberancia surrealista del “diálogo”:
anuncios diarios sobre las conversaciones entre la Alianza y la dictadura se
combinan con declaraciones igualmente cotidianas de que las pláticas están “suspendidas”.
Hasta que, de súbito, salta
la palabra amnistía en ambos lados de la mesa.
El gobierno “la propone”, y la Alianza “la rechaza”. A este tema de horror habrá que regresar, desgraciadamente.
Pero, por hoy, interesa más insistir en el conflicto esbozado al inicio de este
artículo, el de lo viejo y obsoleto versus lo nuevo, versus aquello que quiere ser, que causa escozor a lo viejo,
y sus implicaciones de corto plazo.
¿Qué es lo nuevo?
Ojalá se haga eterno
en la conciencia el momento del despertar democrático, abril de 2018. Hagamos memoria: en cuestión de unos pocos días
los poderosos de la tierra, que llevaban ya más de una década en feliz maridaje,
vieron el control que conjuntamente ejercían sobre la sociedad deshacerse como
un terrón de azúcar. No olvidemos quiénes
eran los que fueron sorprendidos en ardiente intimidad al caer las paredes: los
empresarios de la vieja oligarquía y los nuevos ricos del orteguismo. No olvidemos—es preciso investigar esto a
fondo y establecer responsabilidades—que su feliz unión fue lubricada con cerca
de cuatro mil millones de dólares provenientes del patrocinio político chavista,
flujo enriquecedor para, entre otros, los bancos controlados por un puñado de
milmillonarios. No olvidemos el
entusiasmo con que estos señores elogiaban al ‘buen gobierno’ del comandante y
su amorosa compañera, ni olvidemos que incluso después del estallido social
continuaron cabildeando a favor del régimen en Estados Unidos.
Para el resto de los
nicaragüenses, abril fue despertar de un profundo coma. El país apagado y gris de los años anteriores
ondeaba azul y blanco, las gargantas temerosas que rumiaban sus quejas estallaron
en gritos; una generación entera de nicaragüenses, la misma que los más politizados
criticaban por apática, saltó a las calles.
Resurgió la creatividad de un pueblo sofocado por la cursilería del
chayismo, y tras un forcejeo inicial en el que el régimen aplicó torpemente sus
formulas rutinarias de represión, las calles fueron del pueblo otra vez, el
espanto hizo desaparecer a las turbas de la Juventud Sandinista, y mandó a sus
covachas a la policía. Lo nuevo parecía
a punto de triunfar sobre el árbol podrido.
Lo nuevo: un aluvión
ciudadano, unido en el rechazo al autoritarismo, y por una idea novedosa en
nuestra patria, que la lucha sería para alcanzar una auténtica democracia, sin
que la palabra “democracia” fuera motivo de vergüenza, como lo fue en el 79; y la
lucha debía ser no-violenta, sin caudillos, al margen de los partidos
existentes, transparente en agenda y decisiones;
no más “el fin justifica los medios”, porque no sería posible construir la
democracia sin actuar democráticamente.
El espanto de las élites
Mientras a pasos alegres la gente aspiraba
el aire fresco de una nueva esperanza, las fuerzas conservadoras de la sociedad
quedaban expuestas en medio del estercolero, aterradas, sorprendidas por una
insurrección de la que nunca creyeron capaces a sus vasallos. Cómo no recordar, por ejemplo, el rostro
compungido del vocero del COSEP, Chano Aguerri, ante los reclamos de varias
ciudadanas que le exigían usar su influencia para detener la represión. Hasta
ese día, los empresarios hablaban con orgullo del llamado “modelo de consenso”,
su pacto de cogobierno con Ortega. Ahora
no tenían respuesta. Compras en mano, se
ve a Aguerri cabizbajo, apenas capaz de susurrar patéticamente un ‘estamos
trabajando en eso’.
A partir de ahí, los
empresarios decidieron un cambio de postura. Imposible oponerse a la marea. Imposible defender la violencia cada vez más cruel
de la dictadura. Había que establecer
distancia del régimen. Pero también desconfiaban
del movimiento cívico, con un recelo inscrito en el ADN de las castas nicas. Algunas de estas temían otro confiscatorio “19
de Julio”. Para otras, incluyendo a gente
de la supuesta izquierda sandinista reformada, los muchachos universitarios eran
demasiado anárquicos, incluso “machistas”.
Después del enroque,
las fuerzas conservadoras hicieron todo lo posible para dispersar el vigor
inicial del movimiento. Cuando Ortega,
acorralado, pidió un ‘diálogo nacional’ por intercesión de la Iglesia, el
cardenal Brenes aceptó de inmediato y sin condiciones, pasando por encima de la
voluntad de los estudiantes. A partir de
ahí, cada paso dado por las élites fue encaminado a alejar el proceso más y más
de la voluntad popular, y concentrarlo, como han logrado hasta hoy, en manos de
un puñado de negociadores que en secreto discuten, ¡mes tras mes!, “reformas”
que presuntamente restablecerían el respeto a los derechos ciudadanos.
Mientras tanto, los líderes
de la insurrección cívica están en el exilio, muertos, encarcelados o bajo
acoso, el país se encuentra totalmente militarizado. ¿Y quiénes ‘negocian en representación del
pueblo’? Los que hasta abril cogobernaban
con Ortega, y durante más de una década se enriquecieron desde el cogobierno; los
que por años toleraron la represión que la dictadura ejercía contra cualquier manifestación
ciudadana de libertad; los que cabildeaban a favor de Ortega en el exterior y
hablaban con esperanza del fraudulento proyecto del canal interoceánico.
“No es el momento”
Empeñados en que la
historia se olvide, y se reemplace por una narrativa de heroísmo cívico que proteja
su poder, las élites insisten en que “no es el momento” de discutir
culpabilidades anteriores, sino de “unirnos todos” contra Ortega. Esto es una falacia y una cortina de humo, que
permite que culpables de la situación actual muden de piel y adquieran una
imagen benévola que aparte de inmerecida es peligrosa para la lucha por la
democracia. El lobo de la fábula está disfrazado de abuelita, ¡pero que nadie
se atreva a preguntarle por qué tiene los colmillos tan grandes!
Por eso la solución democrática
de la crisis requiere abandonar una dócil e ingenua creencia en la Alianza, y exigir
a los demás grupos de la Unidad Nacional Azul y Blanco que empujen con fuerza hacia
una estrategia de desobediencia civil, huelga fiscal, paro económico, y
resistencia activa. El objetivo: volver
el país ingobernable, antes de que sea demasiado tarde y Nicaragua se hunda en
la violencia armada. Para ello hay que inducir
a los empresarios a recalcular su riesgo-beneficio: que sepan que si quieren
ser parte del futuro del país tienen que contribuir a construirlo; que sepan que
pierden más contra el pueblo que con el pueblo; que acepten que necesitan –porque
es el futuro que las mayorías quieren– aprender a vivir en un régimen sin
privilegios, pero con derechos.
Si los empresarios se
niegan, la UNAB necesita romper con ellos, expulsar a la Alianza de la coalición. Por más difícil que sea levantar el ancla, si
no lo hace quedará en el puerto, mientras el barco de la opinión popular, y el
de la historia, la deja atrás.