Estados Unidos: ¿peligra la república?

Cosas feas y extrañas ocurren en Estados Unidos después de la elección en la que Joseph Biden y Kamala Harris derrotaron, más allá de cualquier duda razonable, al actual Presidente. Antes de proseguir, vale la pena resaltar que la contundencia de las estadísticas electorales no recibe suficiente espacio en las noticias, quizás por la hiperactividad mediática y el gaslighting goebeliano trumpista.

Las cifras no mienten: la fórmula Biden/Harris lleva una ventaja de cerca de 5.5 millones de votos sobre el candidato perdedor, y un margen de 3.4 puntos porcentuales. En el sistema estadounidense, y dado el perfil moral del público votante, esa diferencia es notable, y dota al ganador de una sólida legitimidad.

Hay que añadir que los Demócratas han superado [50.8% hasta la fecha, y en aumento], la barrera del cincuenta por ciento, que es menos rutinaria de lo que quizás se cree: en cuatro de las once votaciones nacionales de los últimos 40 años, el candidato ganador recibió menos de la mitad de los votos. El porcentaje que viene acumulando Biden/Harris se acerca al cuarto lugar, superado apenas en la reelección de Ronald Reagan (1984, 58.8%), la elección de G.W.H Bush (1988, 53.1%), y la victoria de Obama (2008, 52.9%); es muy probable, a estas alturas, que se borre la diferencia marginal entre Biden/Harris y Obama II (51.1%). [Véase gráfico]


¿Qué está ocurriendo?

El despido de puestos importantes en el aparato de seguridad nacional, como la Secretaría de Defensa (Pentágono), y posiblemente en la CIA. Quizás sean estas «entendibles» como una venganza de sangre para descargar la humillación del Presidente, convertido por obra y gracia de los votantes en la figura que más odia y desprecia, la de perdedor. Menos explicable, y más preocupante, es la ristra de nombramientos –y, según reportan los medios, de aceptaciones– en los puestos que han quedado vacantes, a escasas semanas de salir del poder la actual administración.

¿A quién podría interesarle aceptar un puesto de alto nivel en el Pentágono o la CIA que tuviese apenas 70 días de duración esperada? Irónicamente, la única explicación con lógica política parece absurda: habría, detrás de estas misteriosas decisiones, una intención conspirativa.

Los más paranoicos [aunque a los paranoicos, dijo Kissinger, «a veces los persiguen»] hablan de una conjura golpista. Es verdad que un plan así luce tan insensato que es casi inimaginable. Pero, visto lo visto y visto lo vivido, confieso que la frontera de lo inimaginable me parece cada vez más distante y más borrosa.

La otra conspiración de la que se habla es la de «limpiar» documentación que podría incriminar al actual Presidente y a miembros de su séquito. A lo mejor esta tenga más sentido. Los detalles conocidos de la corrupción en la corte trumpista dan para imaginar que hay mucho más, posiblemente de orden criminal.

O a lo mejor sencillamente todo sea parte de la demencia de un culto, y de la inclinación de su líder para mantener la atención de todo el mundo: «the show must go on«– el espectáculo, el triste y peligroso espectáculo del trumpismo, «debe continuar».

Y ha de continuar: el monstruo es ahora dueño de uno de los dos principales partidos de Estados Unidos, uno de los dos pilares de su sistema electoral.

«Dueño«–repito–y aclaro de que no se trata de una exageración retórica. El caudillo tiene 88 millones de seguidores en Twitter, su arma poderosa de comunicación y liderazgo, con la cual arenga y dirige a su ejército [tampoco «ejército» es una exageración retórica] de fanáticos. Y «fanáticos» es aún menos una exageración retórica que «ejército«, y «dueño«. A la fecha, un trino, un tweet del caudillo, puede hundir a un Senador o Congresista Republicano, con pocas excepciones. Muy pocos en el partido quieren tomar el riesgo de no ser «excepcionales». Casi todos prefieren meter la cabeza en la arena o, peor aún, competir en el grito de consignas y loas al gran líder, como hacen–precisamente– los súbditos del Querido Líder en la dictadura norcoreana.

¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cómo logrará el sistema político recuperar su normalidad pre-trumpiana? ¿Logrará hacerlo? ¿Será posible, como gustan de decir en el mundo anglosajón, «meter al genio de vuelta en la botella»? Estas son preguntas a las que la historia que se haga en los próximos meses y años dará respuesta. Pero hace falta mucha, fresca, e imaginativa reflexión sobre ellas, que encarnan temas y retos nuevos a la sociedad estadounidense.

Yo veo feos augurios en los actos y los discursos del caudillo y sus aduladores. Me preocupa que el estamento político, que ya fue tomado por sorpresa una vez en la irrupción de un sicofante cruel e incompetente, subestime de nuevo el peligro. Me preocupa que la arrogancia del credo excepcionalista estadounidense le impida entender que la ambición humana desatada y bajo el embeleso de un líder mesiánico es capaz de destruir el mejor diseño democrático; que frente a un movimiento fascista no basta ganarles una vez en elecciones; que el impulso vital del trumpismo es arrollar, conquistar, derrumbar las barreras al poder del ungido y al de sus camisas pardas y descamisados. Y me temo que, a juzgar por la experiencia humana y la historia de todas las repúblicas que han vivido y muerto, la lucha por la supervivencia del experimento iniciado por Jefferson, Franklin, Madison, Washington y otros, pueda estar apenas comenzando.

Un comentario sobre Stacey Abrams, mujer de ñeque [a mis amigos en La Florida]

Por más que la irracionalidad parezca indestructible y omnipresente en el actuar humano, no hay que olvidar que existe en nosotros el elemento racional, que nos ha hecho avanzar lo poco o mucho que hemos avanzado en dirección a un mundo menos brutal.

Hay que seguir dando la pelea. Ha sido la pelea de la humanidad hasta hoy, entre la bestia que actúa por hábitos milenarios y es propensa a ilusiones cognitivas, y el ser verdaderamente humano que vamos esculpiendo, con el cincel de nuestra mente racional.

En La Florida, amigos que viven esperando al sol mientras llueve, la racionalidad fue derrotada en la elección de este año. Y sin la racionalidad, la votación democrática no cumple su cometido de garantizar la libertad y abrir la puerta [no garantizar] el buen gobierno.

¿Qué hacer? Hay que preguntarle a una mujer, como dicen en mi adorada tierra, «de ñeque»: fuerte y con los pies en la tierra, de esas que no se conforman con leer la historia sino que la hacen. Su nombre: Stacey Abrams.

Si se pudo en Georgia, no veo por qué no se pueda en La Florida.



*Fotografía de Stacey Abrams por Vogue magazine.

Historia de un día profundo [¿sobrevivirá la democracia en Estados Unidos?]

La dinámica socio-política en este día de elecciones en Estados Unidos es excepcional, dominada por la presencia, a la cabeza del poder Ejecutivo, de un agitador que tiene la habilidad de apropiarse de espacio noticioso todos los días. Sabe–de eso ha vivido– crear escándalo, y no tiene el menor pudor. Poco le importa que el escándalo provenga de su contravención de todas las normas de convivencia civilizada que por muchas décadas, siglos, han sido aceptables, no solo en un país que se ve a sí mismo como una cumbre de la civilización [provincianos somos, a fin de cuentas, todos], sino en el resto del mundo.

De tal manera, el agitador causa agotamiento social, desgasta, estira a reventar las fibras del tejido nervioso del país. Lo hace porque es su naturaleza, lo consigue porque tiene el poder para obligar a las cámaras a enfocarlo. Es el instinto natural en sujetos como él, histriónicos. Como un Chávez, un Castro, un Mussolini, o un Hitler.

El resultado social es horrendo: un rastro de odios y enemistades; una psicología de asedio entre grandes masas de la población, convencida de que acecha el enemigo. Un enemigo que les ha herido mucho, que les ha impedido la felicidad. Un enemigo que les ha robado, no solo lo que ya era suyo, el dominio étnico-nacionalista sobre su entorno social, sino que los ha despojado de lo que podría haber sido suyo: la prosperidad cómoda prometida en el discurso de las clases dominantes, melodiosamente englobado en la noción del sueño americano.

Como es habitual en las pesadillas de masas, el rostro del enemigo es difuso, difuminado, borroso, hasta que llega un profeta y delinea con claridad excluyente su perfil. Ahí la masa descubre al kulak, al que hay que exterminar para que no perezca el estado obrero, la tierra prometida estalinista; al agente extranjero [de la CIA, del Káiser, de la KGB]; al comunista que hay que matar, porque «el único comunista bueno es un comunista muerto»; al judío que hay que perseguir porque el judío [sea anónimo, sea representado por un apellido, como Rotschild o Soros] es un usurero que conspira en las sombras; al mexicano que hay que expulsar porque es el responsable de crimen, desempleo y decadencia; al hereje, al musulmán, al protestante, al católico, al negro: al otro.


El caudillo, capaz de dar forma al miedo informe y dar salida al impulso largamente reprimido de alzarse contra un sistema injusto, aparece ahora ante la masa como una criatura de luz: ha sido capaz de remover las sombras, de iluminar el camino antes oscuro, de demoler, con la fuerza de su espíritu ungido, las barreras que el enemigo había colocado arteramente en el camino a la felicidad. Y si ha visto más allá, si ha perforado la tiniebla, si ha tenido el coraje de dar voz al ahogado sentimiento de opresión y exclusión; si en esto ha sido único, si se ha erguido por encima de la masa para anunciar con absoluta convicción la verdad antes oculta, ¿cómo no creerle cuando retumbara: «Yo, solo yo, puedo enmendar esto

La expropiación de la democracia por el «1%»

Este es el trasfondo y la raíz del drama que vive Estados Unidos. Es un problema profundo que requiere transformaciones estructurales en la economía y en la política. A nadie que estudie con seriedad estos asuntos debe sorprender que los conflictos sociales se agudicen: hay ya tres décadas o más de estancamiento en los ingresos de la mayoría asalariada, mientras el famoso (o infame) «1%» acumula riquezas inagotables.

Las implicaciones del abismo que se expande entre dueños y empleados son multidimensionales. Una de ellas, como siempre ocurre, es que los propietarios del negocio se convierten cada vez más en propietarios de la política. Otra, derivada de aquella, es que el «divide y vencerás» se vuelve una estrategia accesible y fácil, especialmente en una sociedad multiétnica dispersa en un enorme continente, donde habita gente heredera de todas las culturas y religiones del mundo. No es accidente que el partido Republicano, por ejemplo, haya utilizado con éxito el plan Nixon-Atwater, de arrancarle los estados del sur al partido Demócrata, luego de que este optara por apoyar el Acta de los Derechos Civiles, captando con su retórica y sus políticas al llamado «angry white male«, al «furibundo hombre blanco«.

El espejismo de las luchas religiosas y culturales

No es accidente que los grandes poderes fácticos de la economía disfracen su trabajo de subversión y perversión de las instituciones de cruzadas «morales» contra, por ejemplo, el aborto. Los poderes fácticos no han invertido miles de millones de dólares para llenar el sistema judicial de jueces y magistrados que «defiendan la vida». Su interés es más prosaico: buscan instalar jueces y magistrados que garanticen protección a sus privilegios. La muralla que les interesa–otro espejismo de las luchas culturales–no es la que el actual Presidente prometió construir en la frontera con México, sino una muralla que impida el triunfo del ciudadano ante el poder económico, que impida el avance de leyes laborales, medioambientales y fiscales que podrían reducir el botín del 1%.

Para construir esta muralla todo el establishment mediático-político al servicio de los poderes fácticos necesita–porque al final sus padrinos son una ínfima mayoría de la población– dividir a la población en grupos enfrentados entre sí permanentemente. Para esto, no hay mejor receta que los cismas religiosos, la xenofobia, las luchas culturales, la separación de los pobres entre cheles y morenos, entre nuevos y viejos, entre urbanos y rurales.

Desbrozando el camino del caudillo

Al abrir esas fisuras, y crear esas divisiones, los poderes fácticos crean las condiciones–fuera esa su intención o no–para el ascenso del caudillo. Una vez establecida la lógica del juego político de manera tal que el conflicto, para ser permanente, deba anclarse en posturas irreconciliables, nadie tiene más capacidad de liderar la «cruzada» que un histrión autoritario, el hombre fuerte que refleja y encarna la frustración de la espera en el bando de la desesperanza.

La gula del gran capital

De ahí en adelante los poderes fácticos tienen dos opciones antitéticas: o deponen su liderazgo del proceso político ante el caudillo a cambio de sus 30 (mil millones) de monedas, o retroceden ante la posible pérdida de un Estado de Derecho que al menos protege la paz social. No es una escogencia fácil, nos dice la historia. La ambición de largo plazo de los grandes magnates quiere pasar, en la ideología libremercadista, como eje de una racionalidad superior a la del ciudadano común, pero en demasiadas ocasiones más bien se convierte en gula, en un apetito por las ganancias de corto plazo que conduce al desastre. Cierto, esto, desde la avanzada Alemania, la cultísima joya de Europa, hasta la pobre Nicaragua. Cierto: la gula cortoplacista hace que los magnates traguen y dispensen el veneno del fascismo.

Por todo esto, la lucha que hoy tiene a Estados Unidos y a buena parte del mundo en vilo no es un enfrentamiento normal entre dos partidos democráticos, ni dos agendas de gobierno. Es una batalla contra el histrión, contra el profeta, contra el caudillo fascista. Es una batalla por la democracia, que todos los demócratas necesitan dar hoy, para evitar el fortalecimiento, en Estados Unidos y el mundo, de las fuerzas del terror que ya convirtieron al mundo en un océano de sangre demasiadas veces.

La impostergable necesidad de la victoria, y de reformas profundas

Ojalá que logremos detener a las hordas que vienen por lo que creen suyo a expensas de la libertad. Ojalá que pronto podamos derribar la muralla que el caudillo ha erigido, como un síntoma más de que el poder se aleja del pueblo, alrededor de la casa presidencial. Pero aunque hoy gane la democracia, los problemas estructurales que han creado este estremecimiento necesitan soluciones que rebasan, mucho me temo, los límites de la imaginación del equipo del partido Demócrata que sería electo para reemplazar al caudillo. Habrá que presionarlos, seguir la lucha para limar las asperezas insoportables de desigualdad, exclusión, inequidad y estancamiento que han llevado a Estados Unidos a su condición actual, y han puesto en peligro la democracia.

A horas, o pocos días, de saber cuál será el curso inmediato de la historia del país, se me ocurre que hoy puede ser, en el mejor de los casos, el día de una batalla gloriosa que apenas gane la supervivencia, por ahora, de la democracia, y que permita iniciar un proceso de reformas económicas y políticas que ya se hacen indispensables. En el peor de los casos, estaremos en medio de una derrota trágica que impondrá los costos de un prolongado y potencialmente violento conflicto.

Voten, por favor, en contra del aspirante a dictador y su grotesca agenda. Hay que sacarlo de la Casa Blanca antes de que sea demasiado tarde.



El orteguismo del Norte y sus turbas

Turbas paramilitares trumpistas en Michigan.

«Las turbas trumpistas»… ¡Imagínense lo que es tener que decir esto en Estados Unidos! Y esto es lo que hay, un partido–el Republicano– en colapso total como partido, transformado, como el FSLN, en un culto a la personalidad de un caudillo demagógico que alienta la violencia.

«Las turbas trumpistas» ya amenazan a votantes contrarios, ya se tomaron–armados hasta los dientes–el Congreso de Michigan; entre ellos estaban dos de los que después fueron capturados por planear el secuestro y «juicio» de la gobernadora; ya agredieron en plena carretera al bus de la campaña Biden/Harris, y forzaron la cancelación de dos eventos de dicha campaña, alentados EN PÚBLICO por el actual Presidente de Estados Unidos.

«Las turbas trumpistas» están listas, están «a espera» [«stand by», dijo el actual Presidente]. Hay intimidación de votantes, maniobras legales e ilegales para impedir el voto, y la amenaza del actual Presidente de declararse «vencedor» él mismo [al margen de la ley, que atribuye la certificación de los vencedores a cada Estado de la Unión] antes de que el conteo termine, porque, dice «no es justo» que lo hagan esperar.

«Las turbas trumpistas», son la punta del iceberg, la gran amenaza contra la democracia de Estados Unidos. No estamos en una elección de menús democráticos, estamos entre la vida de la democracia y su agonía.

¡Hay que salir a votar mientras se pueda!

Sobre pólvora y esbirros (democracia y liberalismo político)

Junio 14 de 2020.

Las tensiones sociales, por razones económicas, étnicas, y–esto puede ser determinante– generacionales, se han venido acumulando desde hace años en Estados Unidos. Las caricaturas ideológico-partidarias que hacen algunos [que hablan de la protesta social estadounidense en términos similares a los que usa la Chayo Murillo de Nicaragua para describir el descontento popular] provienen del fanatismo, ciego a la evidencia, o del desconocimiento involuntario de esta. ¡Hora de despertar la voluntad de saber, por el bien de todos!

A los fanáticos no hago ninguna recomendación, por aquello de la pólvora y los zopilotes. Pero a los que no conocen bien la sociedad estadounidense, no conocen la experiencia y no conocen los datos, les aseguro: no es muy difícil validar mi afirmación. Encontrarán que la crisis de Estados Unidos es profunda. Que el sistema político, diseñado con bastante acierto para asimilar circunstancias y mentalidades cambiantes y diversas, y traducirlas a transiciones pacíficas, está bajo un enorme estrés, atraviesa una prueba muy difícil.

¿Conseguirá superarla? Hay, de hecho, indicios positivos en los numerosos cambios que empiezan a gestarse en las leyes locales, estatales y federales. Es posible (yo quisiera decir «probable«) que por esa vía se dé una reforma sustancial, una modificación importante, revolucionaria incluso, en las relaciones sociales, a través de la transformación de leyes y costumbres. Ha ocurrido antes en este sistema.

El reto, sin embargo, es de gran envergadura, ya que, con la excepción del conflicto que llevó a la Guerra Civil en los 1860, no había ocurrido en Estados Unidos otro que fuera empujado y explotado por un movimiento tan poderoso como el trumpismo; un movimiento que atentara–como hace este– contra la inspiración (cultural y políticamente) liberal de los pilares del sistema.

Esto es grave, porque no existe democracia sin liberalismo político, lo cual no quiere decir que el gobierno de turno en un sistema democrático no pueda pintar con tintes diferenciadores sus políticas económicas y sociales, desde socialdemocracia o socialismo democrático hasta centroderecha o mercadolibrismo; pero sí, quiere decir que todo gobierno democrático está obligado–para la supervivencia del sistema–a respetar los derechos fundamentales del ser humano, que en el caso de Estados Unidos fueron enumerados, con tinta que se creía indeleble, en su Constitución.

Por ejemplo, un gobierno democrático no puede pasar por encima, bajo ninguna circunstancia, del derecho que tienen los ciudadanos a reunirse pacíficamente y protestar, como hizo Trump en la ya tristemente célebre fecha de Junio 1, 2020. No puede, un Presidente democrático en un Estado federal, amenazar a los gobernadores estatales (libremente electos por sus ciudadanos) con una invasión del Ejército Nacional si lo desobedecen. No es permisible que un Presidente democrático pretenda hacer del Ejército Nacional un instrumento de su poder personal. No puede–y afortunadamente los militares de Estados Unidos le han negado esa oscura predilección hasta la fecha–someter las armas a los caprichos del hombre fuerte. Tampoco se puede permitir, como abiertamente ha hecho Trump, que el Presidente de una nación democrática y de leyes llame a sus partidarios a la violencia, a la Policía al maltrato de detenidos, y a las fuerzas del orden en general a «dominar» a los ciudadanos que ejercen su derecho a la libre expresión, usando por excusa la necesidad (que nadie niega) de impedir que grupos paralelos a las protestas–o incluso, si son salidos de las protestas– aprovechen el desorden para cometer crímenes. No es permisible que un gobernante democrático dé apoyo moral a manifestantes que gritan «ningún judío va a reemplazarnos» ni a afirmar, comentando sobre la agresión de un grupo de neonazis en contra de manifestantes pro-derechos humanos, que «hay gente muy nice en ambos grupos«. Pero lo peor, lo que realmente asusta, es haber visto alrededor de la Casa Blanca, traídos ahí bajo las órdenes de Trump, a soldados, armados hasta los dientes, que no portaban ninguna identificación y de hecho se negaban a identificarse a los reporteros.

¿Cómo los llamaríamos en otros países? Pues, por supuesto: paramilitares. O peor. Por eso cito la advertencia que hace el comentarista Mario Burgos, y que alude a la temida posibilidad de que los conflictos actuales no se solucionen a tiempo por vía institucional. «Solo falta«–dice Burgos– que uno de los esbirros de Trump mate a alguien para que esto reviente. Espero que guarde sus perros antes de que sea demasiado tarde

De aquí envío al lector a los primeros párrafos de este texto: las tensiones acumuladas son profundas, las heridas sangran, la frustración ha venido en aumento, y con ella ha decaído la fé de algunos en soluciones institucionales; los jóvenes, en particular, exhiben ya bastante hastío ante el mundo que los adultos aceptaron secularmente como «normal«. Por otro lado, hay duros choques al interior del aparato estatal, que ya incluyen: un cisma entre Presidencia y Fuerzas Armadas, la casi paralización del Legislativo por el temor que los senadores Republicanos tienen al poder populista de Trump (el clown que creyeron poder manipular convertido en Godzilla); enfrentamientos públicos de muchos Gobernadores con la Casa Blanca, mientras otros prestan a Trump tropas de sus respectivas Guardias Nacionales para ir a Washington, D.C. a ejercer la labor represora que el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas se niega a llevar a cabo.

En suma, un potencial polvorín. No porque se trate de Estados Unidos y de sus tradiciones deja la pólvora de ser pólvora. ¿Puede evitarse que esto «reviente«, para usar la expresión de Mario Burgos? Por supuesto, hay mecanismos, hay esperanza, y hay la voluntad de millones de seres humanos. Pero la historia es impredecible, y a veces la bala disparada por un idiota, por un esbirro, puede cambiarla.

Afortunadamente, como dijo el escritor Carlos Alberto Montaner en un artículo reciente («Disturbios para un perturbado«, Cibercuba.com, 6/6/2020) «las elecciones están a la vuelta de la esquina«.  Fortuna (o Providencia) nos da una oportunidad de rescatar la democracia de su crisis, de salvarla del corrosivo y volátil populismo trumpista. Hay que aprovecharla.

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